Metodismo en Argentina: Ser o no ser – Pablo R. Andiñach

12 Sep 2018
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Metodismo en Argentina: Ser o no ser – Pablo R. Andiñach

Oxford Institute
Oxford, August 2018

El instituto Oxford es un foro de reflexión metodista sobre temas teológicos y misioneros. Cada cinco años se reúnen en esa ciudad dónde se formó Wesley, unos 200 profesores metodistas de todo el mundo. Invitaron a Pablo R. Andiñach a dar la conferencia inicial, el 13 de agosto, llamada “Conferencia Kirpatrick” con que se abre el Instituto.  


Metodismo en Argentina: Ser o no ser

Pablo R. Andiñach
Professor of Antiguo Testamento e Historia Antigua
Pontificia Universidad Católica Argentina

 

1) Introducción

 

Permítanme comenzar con un simple y sincero homenaje al país que nos recibe, a su contribución a la cultura universal. Está en la segunda parte del título de esta presentación: To be or not to be. Estas famosas palabras originadas cerca de este lugar encierran en mi comprensión la pregunta por la identidad, la búsqueda por encontrar el sentido de la vida. La primera parte del título expresa mi condición de Metodista argentino. Y aquí también aparece la pregunta por la identidad.

Porque antes de preguntarnos qué significa ser Metodista, me corresponde preguntarme qué significa ser argentino. Un chiste muy común en América Latina es decir que los pueblos, la gente, todos, descienden de los monos (lo que es otra importante contribución Británica a la cultura universal!), pero los Argentinos descienden de los… barcos! La mayoría de nuestra literatura, pintura y música muestra la dificultad de definir nuestra identidad. Somos un país donde millones de personas llegaron entre 1870 y 1930. Era un país muy grande, con poca población aborigen y sin las sólidas culturas indígenas como las había y hay en México o Perú. Tan grande como la India, pero casi vacío de población. Y llegaron de muchas latitudes, en las regiones más bajas de los barcos; mujeres y hombres que viajaban en tercera clase porque no había cuarta clase. Venían con los bolsillos vacíos pero con los ojos llenos de esperanzas y sueños. Buenos Aires era entonces una Babel de lenguas. Había iglesias, pero ellos preferían otros lugares. Había bares donde mujeres y hombres se reunían a divertirse luego de acabada la jornada de trabajo. En los últimos años del siglo estos oscuros locales del puerto reunían a polacos, italianos, rusos, españoles, galeses, alemanes, griegos, judíos y árabes, mulatos, turcos, franceses. Y en medio de esa confusión de lenguas y sabores perciben que el sonido melancólico de un instrumento nacido en Alemania, el bandoneón, los reúne. Su caja y sus notas son tan ajenas a estas tierras argentinas como todos ellos, pero quizás por eso lo sienten cada vez más suyo. En Buenos Aires el bandoneón no pertenece a nadie y por esa razón le pertenece a todos. Al igual que estos hombres y mujeres, en las márgenes del Plata el bandoneón es huérfano; como él, no tienen historia o la han perdido, o han querido perderla. Allí nace una profunda y compleja música que décadas más tarde sería conocida en todo el mundo. Su nombre es enigmático y africano: el tango. Una música que expresa la nostalgia de una tierra perdida, la búsqueda de una identidad todavía difusa, la certeza de que nada es seguro…

Ustedes preguntarán a qué viene toda esta descripción de una porción de la cultura sudamericana en una conferencia teológica. Sucede que la Iglesia Metodista ya estaba en Argentina desde hacía varias décadas. En 1836 se fundó la Primera Iglesia Metodista y si bien al comienzo fue una comunidad de habla inglesa, cuyos miembros era empresarios y comerciantes Británicos y Americans, que treinta años más tarde se va a definir como una comunidad de fe interesada en hacer misión entre la población local argentina en lengua española.

Es ese el contexto social donde crece y se expande el Metodismo en Argentina. Son los extranjeros inmigrantes y sus hijos e hijas que descubren en esta iglesia Protestante y evangélica el Evangelio que es luz para sus vidas. Estos inmigrantes buscaron una fe y la encontraron en nuestra iglesia, quizás porque el metodismo no les exigía que abandonen sus dones y sus sueños. Al contrario, se predicaba que la fe en Jesús y la presencia del Espíritu Santo no rechazaba lo que ellos eran sino que potenciaba sus dones y los dirigía ahora en otra dirección (eso que llamamos conversión, del hebreo shub, del griego metanoia). Sus vidas ahora eran llamadas a sintonizar con el plan de Dios y trabajar para la transformación del mundo. Ellos eran socialistas, anarquistas, liberales; traían sueños libertarios que los llamaban a dignificar a las mujeres, a educar a sus hijos, a pensar y trabajar para un mundo más justo y fraternal. En la Iglesia Metodista no condenaban sus ideas sociales y políticas sino que, además de un fuerte anti-clericalismo (anti-Catholicism), típico de la época, encontraron una comunidad que impulsaba la educación, el progreso, la cultura del trabajo y una ética de la solidaridad personal y social.

En esa búsqueda de identidad social en que estaba la Argentina (y en cierto sentido aún está) creció y se desarrolló el Metodismo que recibió esos valores y sumó su propia búsqueda de identidad. No era la primera iglesia Protestante en Argentina pero era la primera iglesia misionera, que buscaba afianzarse entre los argentinos. Y para ser argentina tenía muchos problemas de identidad: era una iglesia de origen inglés, que había llegado al país dentro de una corriente misionera de los Estados Unidos; que tenía que predicar en un país Católico, en lengua española, una lengua hasta ese momento extraña a las iglesias evangélicas y Protestantes; y era una iglesia que crecía por conversión de miembros que eran argentinos pero que a la vez eran “extranjeros” de las más variadas nacionalidades. En ese contexto misionero la Iglesia Metodista Argentina construye su teología y su identidad.

Permítanme hacer un breve paréntesis en mi discurso para comentar qué es esto que llamamos “teología”. Enseño en una universidad donde existen carreras llamadas “Ciencias Teológicas” y “Ciencias Bíblicas”. Confieso que soy profesor dentro de ellas pero no sé qué significan esas expresiones. No entiendo la palabra ciencia adosada a teología o Biblia ¿Hay una lectura científica de Hamlet? ¿Alguien sabe qué es leer científicamente a Walt Whitman? En mi propio campo (Biblia hebrea) las mejores introducciones al Antiguo Testamento comienzan con una descripción de la historia antigua de Israel, algunas con elementos de arqueología y otras con la historia del canon. Por supuesto que es crucial conocer esas cosas para leer en profundidad la Biblia. Pero antes que eso es necesario saber qué es un texto. Porque la Biblia es un texto. Es preciso saber qué es un poema o un mito, porque un Salmo es un poema y las narraciones de la creación son mitos profundos y riquísimos para analizar y estudiar. Con esto quiero decir que mi manera de entender la teología y los estudios bíblicos los ubico más cerca del discurso artístico que del científico. Encuentro más inspiración para mis pensamientos teológicos en mis lecturas de Charles Dickens o Daniel Defoe (y por supuesto buena parte de la rica literatura latinoamericana) que algunos de esos libros de teología o Biblia que pretenden ser científicos. Aun así disfruto con la lectura de Kazoh Kitamori, de Rasiah S. Sugirtharajah, de Elizabeth Schussler Fiorenza y otros, y también a mis colegas de América Latina. Pero la teología nace de la experiencia de fe y de confrontar esa fe con la misión a que el evangelio nos llama. El primer lugar de la teología es el mundo donde se vive la fe y se proclama el evangelio, de allí han de surgir las preguntas que nutran nuestra reflexión. Es en un segundo momento cuando la teología se hace universitaria y académica, y nosotros que somos académicos no deberíamos perder nunca ese primer lugar de referencia para nuestro quehacer. El Loci theologici es la vida misma y sus desafíos.

De manera que en esta presentación reflexionaremos teológicamente a partir de cuatro ejemplos de vida que nos conmueven. En ellos la humanidad brilla como en pocos y son materia prima para nuestro pensamiento. Ellas son cuatro mujeres que vieron transformadas sus vidas por un imperativo de la fe y la vida. Buscaron y encontraron su identidad en el desafío que el Señor puso delante en sus vidas. Fueron desafíos muy difíciles y la fe las iluminó para reconocer cómo debían actuar. Tres fueron Metodistas, una judía. Dos son del siglo XVIII, una del siglo XX, una murió ya en el siglo XXI. Dos son caribeñas, una alemana, una argentina. He solicitado a diversos amigos que lean para ustedes sus historias.

 

2) Dos esclavas en la isla Antigua del Caribe

 

Sophia Campbell y Mary Alley, esclavas

El 29 de noviembre de 1758 John Wesley escribió en su diario: “Cabalgué hasta Wandsworth y bauticé a dos negras que pertenecían al señor Gilbert, un hacendado de Antigua”. El bautismo fue como consecuencia de que los tres habían participado de la predicación de Wesley y habían tenido una fuerte experiencia de conversión. A su regreso a la isla de Antigua, en el Caribe, Nathaniel Gilbert abandona su cargo en el Parlamento local y comienza a predicar el evangelio entre quienes lo rodean: sus esclavos, los que trabajaban en su plantación de caña de azúcar.  Al cabo de los años forma con ellos una congregación de 200 miembros. Luego, como suele suceder, Nathaniel Gilbert muere. Por poco tiempo lo sucede su hermano Francis, pero este sigue esa costumbre tan popular y también muere. Y la comunidad queda sin sus mentores, sin aquellos que la llevaron al evangelio.

En la Biblia hay dúos de mujeres célebres. Las parteras Puá y Fuá de Egipto; Noemí y su nuera Rut; las primas Isabel y María, las madres de Juan y Jesús; Marta y María, las hermanas de Lázaro que recibieron a Jesús en su  casa. Ahora queremos rescatar del fondo de la historia y agregar a esta lista notable a las esclavas  Sophia Campbell y Mary Alley. Poco sabemos de ellas, tan poco que no es posible intentar una biografía, ni una reseña de sus vidas. Sabemos que ambas acompañaron a su amo en Londres a escuchar a ese predicador del que todos hablaban. Sabemos que allí fueron bautizadas y también que al fallecer los Gilbert asumieron sin títulos ni pompa, la conducción de la iglesia en Antigua, esa congregación de esclavos que había descubierto que el evangelio les daba la libertad que el mundo les negaba. Fueron pastoras, predicadoras, celebraron en la iglesia la llegada de los bebés y en los sepelios dieron gracias por la vida de quienes partían. Estas dos mujeres esclavas, cuando el poder lo tenían amos y bucaneros,  lideraron la misión y la hicieron  crecer, y fueron portadoras de la luz que ilumina en las tinieblas.

El Espíritu dispuso que no hubiera tumba para Sophia y Mary. Sus restos están en algún lugar de la isla, ya integrados con la nueva vida. Son caña de azúcar, son la madera de un púlpito, son la arena infinita. Casi como una copia, en un lugar del mundo donde la belleza lo inunda todo, podemos imaginar la inmensa hermosura de Sophia y Mary.

 

Sophia and Mary son consideradas las mujeres que permitieron que la Iglesia Metodista sobreviviera en Antigua. Hasta hoy el evangelio es predicado en esa hermosa isla del Caribe.

Lo primero a observar es que la Iglesia en Antigua fue fundada por un varón, culto, blanco, rico. Tenemos que dar gracias a Dios por personas como Nathaniel Gilbert que siendo rico y poderoso aceptó una misión destinada a los marginados de su sociedad. Él abandona su cargo en el gobierno y dedica sus días a compartir el evangelio con los esclavos de la isla donde vivía. Si bien no renuncia a su dinero, deja su prestigio lugar en la sociedad para acercarse a los más bajos habitantes de la isla. Pero Gilbert muere y muere también su hermano Francis. La nueva iglesia de esclavos queda sin líderes que la conduzcan.

Entonces aparecen en la escena Sophia Campbell y Mary Alley. Ellas eran todo lo opuesto a Nathaniel: él era varón, ellas mujeres. Él era culto, y podemos imaginar su biblioteca del siglo XVIII con autores como John Milton, John Bunyan, Thomas Hobbes y quizás el reciente y maravillo libro de viajes del irlandés Jonathan Swift; Sophia y Mary seguramente apenas sabían leer y escribir y en su biblioteca solo estaba la Biblia. Él era propietario de tierras y esclavos, ellas no tenían nada. Finalmente, Nathaniel era un hombre libre mientras que Sophia y Mary eran esclavas, y ni su cuerpo les pertenecía.

Es entonces que interviene el Espíritu Santo y obra un milagro. El milagro de revelar que lo que parecía debilidad escondía una poderosa fuerza. No debemos engañarnos por un discurso teológico superficial que diría que el Espíritu transformó la debilidad de estas mujeres en fortaleza para llevar adelante la misión. Ellas nunca fueron débiles y ya eran fuertes cuando asumen el desafío que el Señor pone delante de ellas. Eran esclavas y fuertes; eran pobres pero ricas en inteligencia; eran mujeres y con capacidad de decisión y liderazgo. El milagro no fue transformar lo rústico en brillante: ellas eran brillantes y no lo sabíamos.

Este relato es ocasión para preguntarnos ¿qué es un milagro? En mi comprensión un milagro no es un acto de ruptura de las leyes naturales. Por supuesto que Dios puede hacerlo si lo desea, pero mi experiencia es que lo desea muy poco. Un milagro es la revelación de que algo que parece imposible es posible por la intervención de Dios. ¿Podrían dos mujeres negras esclavas en el siglo XVIII tener la suficiente capacidad para dirigir una congregación de hombres y mujeres? El sentido común dice que no; el Espíritu Santo nos revela que sí. Notemos que visto así, el milagro no opera sobre ellas sino en nosotros. Somos nosotros los que pensamos que no es posible que personas de escasa formación puedan ser líderes en la comunidad de fe, y el Espíritu Santo obra el milagro de abrir nuestros ojos a la realidad de la riqueza que se ocultaba en esas personas.

Un segundo aspecto que deseo explorar y detenerme más es la relación entre “el mundo” y el evangelio. Personalmente crecí en una familia Metodista donde desde pequeño me enseñaron que la fe no nos apartaba del mundo. Por el contrario debíamos buscar en el mundo las cosas buenas y apoyarlas, así como rechazar las que iban en contra de la voluntad de Dios. El mensaje no era el de que debíamos “apartarnos del mundo” sino el de que nuestro desafío era estar en el mundo y contribuir a mejorarlo. Me siento feliz con esa concepción del Evangelio y aún hoy pienso de esa manera. Sin embargo, la historia de Sophia y Mary me ayudó a revisar mi pensamiento, y si bien no me condujo a cambiarlo, me permitió ver otra dimensión del mismo problema.

¿Qué puede haber de bueno en el mundo cuando lo evaluamos desde la perspectiva del esclavo? Cuando la sociedad, la cultura dominante, “el mundo”, le dice a un esclavo que habita un cuerpo que no le pertenece, que no es dueño de sus manos, de sus pulmones, ni de su sexo. Que si la mujer esclava da a luz un niño o una niña, el bebé no le pertenece pues el dueño podrá venderlo si lo desea o necesita. ¿Qué decir si “el mundo” ofrece la esclavitud como modo de vida? Hay textos en la Biblia que puede ayudarnos a indagar esta realidad.

El esclavo siente dolor en su alma. El dolor humano es siempre puntual e histórico pero se eleva en el gemido a una dimensión cósmica y universal. Al suceder esto el acontecimiento de la esclavitud deviene en símbolo y por esa razón el texto bíblico pone en labios de Dios “…he oído su clamor a causa de sus opresores, pues he conocido sus angustias.” (Ex 3:7). El texto refiere al clamor (heb. tzea´qa) concreto de los israelitas en Egipto, pero sus palabras valen para todos los tiempos y pueblos que sufren opresión y angustia. De otro modo el relato del Éxodo tendría valor solo como información de un hecho sucedido en el pasado a un pueblo semita. Pero el Dios que liberó a Israel es el mismo que hoy oye el clamor de quienes sufren opresión y claman por justicia. Y esto que decimos no es una mera declaración de nuestros buenos deseos hacia quienes hoy sufren sino que es lo que dice y hace el texto al transformar un hecho puntual, pasajero y olvidable –como cientos de actos de justicia e injusticia padecidos por mujeres y hombres que se esfumaron en el tiempo- en un relato de características míticas y por lo tanto con una densidad narrativa que lo hace trascender a todos los tiempos. La palabra bíblica sobre la esclavitud de Israel habla de nuestras esclavitudes, dolores e injusticias. Habla de Sophia y Mary y sus angustias escondidas.

En otros pasajes usa la expresión hebrea ne´aqah (Ex 2:24; 5), que traducimos gemido. Meditemos por un momento en qué es un gemido. Gemir es un sonido que no tiene como destino la comunicación. Un grito, al igual que una palabra, aspira a ser escuchado y espera una respuesta. Sin embargo un gemido es algo rústico y anterior a la palabra, es aquello que sale de las entrañas y que no espera respuesta por que no cree que haya quien pueda oír; es el lamento del desahuciado, del que ha perdido toda esperanza. Lo que el texto revela es que Dios salió al encuentro de ese gemido y obró de un modo sorprendente para los esclavos pero también para el poderoso Faraón. Desde la comprensión que tiene de la vida el poderoso no hay lugar para que alguien responda al clamor de un débil y pobre como son los oprimidos; al oír su gemido el poderoso siente que ha triunfado, que pudo doblegar su íntima voluntad de rebelarse. Y eso es verdad si lo evaluamos desde la mera dinámica social y el lugar que ocupan los sometidos en ella, pero el relato muestra que Dios actuó de manera creativa al responder a ese gemido. Al presentarse ante Moisés y convocarlo a la gesta de liberación crea condiciones que no podían vislumbrase antes. Otra vez, estamos ante un milagro.

No sabemos que pensaban Sophia y Mary sobre los milagros. Pero estamos seguros que leyeron con mucha atención la historia en la que el Dios de la Biblia obraba el milagro de la liberación de la esclavitud. En esos relatos, y otros, encontraron identidad y sostén para sus vidas. Sophia y Mary descubrieron que el evangelio les daba la libertad que el mundo les negaba.

 

3) Una mujer en Alemania, la Rabina Regina Jonas

 

Rabina Regina Jonas (1902-1944)

Fue  rabina cuando ninguna mujer lo había sido antes. Se quedó en Berlín cuando casi todos se iban. A los  29 años le regalaron un libro y la dedicatoria decía “…a nuestra primera predicadora desde Débora… que no solo es una talentosa disertante sino una buena predicadora, incluso con humor…” Imaginamos la congregación sonriendo, alegrándose con la rabina que les hacía  abrir el alma y el cuerpo con sus palabras.

Fue una junto a millones y aun así quisimos olvidarla. No hubo registro de su vida y su nombre cesó de ser mencionado. Dejó un texto, un único texto, que sobrevivió al fuego y no fue cenizas. En él  dice que una mujer podía ser rabina, y debía serlo, si el Señor la convocaba para esa tarea. Cuando la violencia  del nazismo crecía y se hacía intolerable, le ofrecieron abandonar la ciudad y no quiso, porque abandonar la ciudad era abandonar a su comunidad. Decide quedarse para predicar y para acompañar en el dolor y la angustia a quienes más quería. El psicoanalista Viktor Frankl, que la conocería más adelante en el campo de exterminio, recordará sus sermones. Recordó que en ellos trataba temas talmúdicos y bíblicos, y alentaba la vida de sus hermanos. Sin embargo Frankl no la menciona en sus memorias. Una mujer que compartió en 1941 los trabajos forzados con Regina nos hace una revelación; dijo: “Hay que dejar que el velo del olvido caiga sobre ella porque todo lo que hizo estaba prohibido”.

El 3 de noviembre de 1942 Regina y su madre Sara hicieron por exigencia del Estado su  declaración de bienes: unos muebles viejos y un gramófono, los que fueron confiscados. Tres días más tarde ambas son deportadas al campo de Theresienstad. Dos años pasan y uno de los muchos trenes que partieron desde Theresienstad hacia Auschwitz-Birkenau llevó a la rabina Regina Jonas y a su madre hacia la muerte. Ambas mueren el 12 de diciembre de 1944. Su hermano Abraham hacía un año que había muerto en el ghetto de Lodz. El rabino Joseph Norden había escrito unas semanas antes una carta a Regina; en ella le dice: “no llores… no tiene sentido llorar; no ayuda a nadie hacerlo y tiene un efecto negativo sobre ti, en especial sobre tus ojos, tus hermosos y dulces ojos”.

Han pasado setenta años. Qué puedo desearte ahora Regina. Que hayas podido abrazar a tu mamá en el último minuto, el último golpe de tu corazón.

 

Cuando conocí la historia de Regina mi primera impresión fue la de comprender la fuerza del llamado para una misión. Y el campo para esa misión era la comunidad de creyentes que la rodeaban. Regina comprendió desde muy temprano que no estaba sola en el mundo sino que vivía rodeada de una comunidad que le daba identidad y a la cual quería servir.

Es muy llamativo ver cómo Regina se destaca en la predicación. Se menciona que sus temas preferidos eran los bíblicos y talmúdicos. También que aplicaba humor en sus predicaciones. Es probable que el humor estuviera destinado a confortar a la comunidad judía que ya en los años de 1930 comenzaba a sentir en Alemania la presión del antisemitismo. Tan fuerte era su compromiso con la comunidad de fe que cuando le ofrecen abandonar su ciudad para ir a países donde su vida no corría peligro, se niega a hacerlo para no dejar a los suyos. ¿Quiénes eran estas personas? Seguramente los judíos que no podían irse, los ancianos, la viudas, aquellos que no tenían una familia que los recibiera. Regina decide quedarse aunque hay pocas dudas que esa decisión tenía como destino la muerte.

El testimonio de Regina me ha hecho pensar mucho en el sentido de esa comunidad que los cristianos llamamos Iglesia. Es una comunidad que tiene una doble dimensión, la visible y la invisible. La visible es la que conformamos cada uno de nosotros, con nuestras virtudes y defectos. Otra dimensión es la que llamamos la Iglesia invisible. Esta es la Iglesia de Cristo, es la que está allí donde dos o tres se reúnen en su nombre, que se define por sí misma porque no puede ser reducida a ninguna expresión humana. El Espíritu Santo actúa donde él quiere y no puede estar atado a nuestros gustos, modelos, pensamientos ni a nada en lo que queramos encerrarlo. No se limita a edificios, culturas, denominaciones, idiomas, ni ninguno de nuestros límites naturales. Donde está el Espíritu está la Iglesia de Cristo. Es también la Iglesia a través de los siglos pasados, la de aquellos que nos precedieron en el camino de la fe y que dieron su testimonio, hermanos y hermanas que nunca conoceremos, pero con los cuales nos une la pertenencia al pueblo de Dios. También hay una definición en contrario, tan importante como la otra: la Iglesia invisible es la Iglesia que no está aunque estemos parados en la más prestigiosa catedral de la ciudad o junto al más renombrado predicador, si es que el Señor no aprueba lo que allí se está llevando a cabo. La Iglesia invisible es la “verdadera” Iglesia, la que no se funda en nuestras habilidades –es más, se funda a pesar de nuestras conductas e inhabilidades– sino en la gratuita y generosa gracia de Dios.  Por supuesto que no deseo bautizar a Regina. Ella no necesita ser bautizada para ser una verdadera mujer de Dios. Sin embargo, yo siento que ella está en mi iglesia, en nuestra Iglesia.

Uno de los milagros más cotidianos y menos percibido es que Dios nos concede su presencia invisible en la Iglesia visible que varones y mujeres conformamos. Con esto queremos decir que la Iglesia invisible se hace presente en el mundo a través de la Iglesia visible. Cuando la Iglesia predica, educa, crea vínculos entre las personas, comparte la fe y los sacramentos, entre otras cosas, está haciendo visible una realidad mucho más profunda que es invisible y que trasciende lo que podamos hacer nosotros. Uno podría decir que la tarea de cada miembro es hacer visible aquella dimensión de la presencia de Dios que es y será invisible a los ojos.

Un segundo pensamiento ha venido a mi mente cuando pienso en la vida de Regina. Y es el valor del otro (del prójimo) en su testimonio. El valor sagrado de la persona que ella tenía delante. El otro era un ser humano y Regina entendía que su propio destino estaba ligado al de él. Fue otro pensador judío de nuestro tiempo, Emmanuel Levinas, quien fuera uno de los grandes pensadores judíos del siglo XX, que al igual que Regina, durante la Segunda Guerra Mundial fue tomado prisionero. Vivió cuatro años en un campo de concentración en Hannover, Alemania. Allí supo lo que era el desprecio y el dolor. Su obra quedará marcada por la experiencia de ser un sobreviviente de una tragedia donde pocos sobrevivieron. Sus trabajos filosóficos trasuntan esa pregunta fundamental por el sentido de la vida y el lugar de la ética en las relaciones humanas. En su pensamiento, el otro, el prójimo, es siempre el centro de su preocupación. Levinas ha dicho en repetidas ocasiones que el libro que marcó su vida y pensamiento fue, en sus palabras, “la Biblia Hebrea, desde mi más tierna edad en Lituania”.

En una ocasión dio una conferencia en París sobre el holocausto y sus consecuencias para la ética y la cultura. En ella habló de su experiencia en el campo de concentración, de sus miedos, de su angustia, de la pérdida de casi toda su familia. Al finalizar se acercaron algunos estudiantes latinoamericanos y le preguntaron sobre qué tenía él para decir sobre los otros holocaustos. Se referían al de los habitantes originales de América durante la conquista europea, o el de millones de personas que lentamente mueren de hambre en nuestros días. Levinas hizo silencio y luego contestó: de eso tienen que hablar ustedes. Lejos de eludir su responsabilidad, Emmanuel Levinas –como Regina Jonas- nos confronta con nuestra propia responsabilidad de denunciar la injusticia ejercida sobre nuestro prójimo, que en palabras bíblicas es “el pobre, el huérfano, la viuda y el extranjero”.

Permítanme tomar un minuto para reflexionar sobre las palabras de esta otra mujer que conoció a Regina en un campo de trabajos forzados. “Hay que dejar que el velo del olvido caiga sobre ella porque todo lo que hizo estaba prohibido”. Me emociona saber que alguien ha vivido y ha entregado su vida por hacer cosas prohibidas. Estaba prohibido recoger espigas en sábado. Estaba prohibido conversar con una mujer en público. No estaba permitido a una mujer discutirle a la Asamblea de rabinos de su ciudad. Estaba prohibido ser mujer y rabina. El único escrito que sobrevivió de los papeles de Regina es un ensayo, una suerte de breve disertación para ser presentada en la escuela rabínica, titulado “Por qué una mujer puede ser rabina”. Es un análisis de textos bíblicos y talmúdicos donde ella demuestra que, aunque estaba prohibido, no hay nada en ellos que impida a una mujer ser Rabina. Dice que lo que define a un rabino no es el sexo sino el llamado de Dios. Y si el llamado llega hay que responder a él. Regina hacía y decía cosas prohibidas, como Jesús que perdonaba pecados para aliviar el dolor de quienes se acercaban a él y pedían piedad para sus vidas.

 

4) Una mujer en argentina, Evangelina Rodríguez

 

Evangelina Rodríguez

Evangelina había dado a luz por cesárea y debía guardar reposo. Vivía en el barrio de Budge al sur del Gran Buenos Aires donde si la lluvia se prolongaba los sumergía la inundación. Al segundo día de su convalecencia comenzó a llover y las aguas crecieron. Su otro hijo de dos años estaba solo en su casa y cuando las aguas crecieron comenzaron a arrastrar todo lo que se interponía en su cauce. El agua que se lleva muebles y basura se llevó el cuerpo y con él la vida del nene.

Evangelina salió a buscarlo aguas abajo, donde se acumula todo lo arrastrado, pero no pudo dar con el cuerpo del niño. Dos días estuvo hurgando en el barro, en las laderas del arroyo, entre los restos sucios que había dejado la corriente. El cuerpo no fue recuperado y el angelito durmió para siempre sin que lo velaran, y no tuvo un palmo de tierra que lo cubra ni una lápida que lo evoque. Pero en el caminar por los lugares más insalubres en busca de su hijo a Evangelina se le infectó el vientre y luchó por su vida durante varios días hasta que al fin su cuerpo pudo más que la muerte y salió adelante.

Después de estas cosas y a lo largo de sus días Evangelina tejía y armaba mantas con cuadrados multicolores que ella misma diseñaba. Y mientras tejía, pensaba. La lana corría  por sus manos y meditaba. De noche también meditaba. Tejía y  guardaba estas cosas, meditándolas en su corazón.

Evangelina es conocida en el barrio como la mujer metodista que asistía a los velatorios y oraba por la vida de los difuntos. Llegaba y oraba, conversaba con los familiares y les daba  consuelo. Les daba una palabra de aliento a quienes no tienen consuelo, calmaba con palabra de fe a los desesperados. Evangelina velaba a una vecina, a un abuelo, a una joven madre que dejó criaturas, pero también secretamente y durante toda su vida veló a su angelito, el que no tuvo velorio.

 

Evangelina fue una mujer sencilla y pobre. Ella era miembro de la congregación Metodista en uno de los barrios más pobres del sur de Buenos Aires. Desde muy joven su vida estuvo marcada por la tragedia que oímos. La pérdida de su pequeño hijo estuvo presente en su corazón cada día de su vida, como lo está en cada madre que pierde a un hijo o una hija. Lo que a mí me impacta de su testimonio es cómo el Espíritu Santo obró el milagro de transformar una tragedia personal en un campo de misión.

Todos los días mueren personas, miles en una ciudad grande como Buenos Aires o cualquier otra. Para muchos no es más que una cuestión estadística. Pero por su experiencia Evangelina sabía que el cuerpo fallecido no era un número estadístico. Que detrás de cada persona que partía había quienes sentían que su vida ya no sería la misma. Que la muerte de un ser querido (un anciano, un joven; un esposo o esposa, un niño…) dejaría una marca en el alma que no terminaría nunca de cicatrizar. Ella sabía qué era el profundo dolor de la pérdida de un ser querido. Pero Evangelina sabía algo más. Sabía del consuelo que da llevar a Jesucristo en el corazón. Allí donde estaba la memoria del ser querido, allí también estaba la presencia de Cristo en su vida. De manera que el dolor por la pérdida permanecía, pero no era la tragedia del pasado la que determinaba su presente y su futuro. Ella enfrentaba la vida junto a Jesús y así hallaba las fuerzas para encarar cualquier desafío que encontrara en su caminar.

Evangelina asistía a los funerales y consolaba con palabras de fe a los deudos. Les hablaba del amor de Dios y de la gratitud que debíamos tener por la vida de quien había partido y había sido importante para ellos. Les decía que toda vida es un regalo de Dios y que debemos dar gracias a Dios por aquellos que nos rodean y nos iluminan con su presencia y vida. Y que cuando parten hay alegría en el cielo porque el Señor los recibe y cuida. A algunos el Señor les había dado largos años para estar con nosotros; otros nos habían acompañado menos años, pero por todos debíamos estar agradecidos a Dios. Y así Evangelina daba testimonio de su fe en Jesús. Una fe curtida por su experiencia y dolor. Compartía lo que tenía y esa era su forma de dar consuelo y esperanza a las personas que se encontraban tristes y a veces sin ninguna esperanza. Evangelina era pobre a los ojos del mundo y rica a los ojos de Dios.

El testimonio de Evangelina me ha hecho pensar en por qué Jesús resucitó a Lázaro. No tiene sentido pensar que lo hizo para devolverle a vida a un muerto, ya que algunos años más tarde Lázaro había de volver a morir. Lázaro debió transitar el camino de la vida a la muerte dos veces, así como sus seres queridos habrán padecido la separación con él en dos oportunidades. Otro es el sentido de ese acto de resurrección. A mi criterio, lo que Jesús hace es consolar a quienes ve en extrema desesperación. Siente compasión por ellos y actúa de manera de darles fe y esperanza. Y lo hace al resucitar a Lázaro pero más aún, al hacer que se manifieste la gloria de Dios tal como lo dice en Juan 11:4 “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.” En el mismo momento de la resurrección de Lázaro vuelve a decir (v. 40): “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?

Lo que nos llama la atención de este relato es la voluntad de Jesús de responder a la necesidad de consuelo que sus hermanas y amigos tenían por la muerte de Lázaro. A la vez, nos conduce a comprender que la resurrección de Lázaro no es el único milagro allí relatado. Hay un segundo milagro y es la íntima convicción creada en el corazón de los que presenciaron el hecho de que la gloria de Dios se había manifestado delante de ellos. Por un lado el muerto había resucitado; por otro eran testigos de la manifestación inequívoca de que Dios cumple su promesa de estar junto al que sufre siempre. Jesús recurre a un caso extremo, yo diría extremísimo, para que todos los que lo presenciaron no tuvieran dudas del compromiso del Señor con la vida y con el sufrimiento de las personas ante la muerte de un ser querido.

Es notable como en este relato Jesús preanuncia su propia resurrección y la coloca en la línea teológica de las manifestaciones de la gloria de Dios. No por casualidad en esta escena encontramos la declaración de Jesús “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque esté muerto vivirá” (v. 25) y la impresionante declaración de fe de Marta (v. 27), la que es mucho más profunda y compleja que la de Pedro (Mt 16:16), pero de la que pocos de nosotros, quiero decir los teólogos, nos acordamos. La declaración de Marta es dicha en un contexto de resurrección, como una afirmación que surge de ella misma y que incluye la declaración “el que ha venido al mundo.” Hemos acuñado la expresión Confessio Petri pero nada decimos de Marta. Considero que Evangelina Rodríguez se sentiría más identificada con Marta que con Pedro, y por eso la iglesia debería también hablar de la Confessio Marthae (expresión latina que no existe en la teología cristiana), porque sobre esa confesión, la de Pedro y la de Marta, se construyó la iglesia.

Hay un segundo aspecto del testimonio de Evangelina que me hace pensar. Y es el hecho de que la tragedia de la muerte de su pequeño y las horribles circunstancias que la rodearon, no fueron erradicadas de su vida. Ella convivió con ese dolor en su corazón y con la ayuda del Espíritu Santo pudo vivir y servir en la tarea de comunicar el evangelio. No siempre al discurso teológico ha comprendido el dolor de la muerte de un ser querido. En ocasiones he sentido que nuestro mensaje es algo así como “Jesús te hará olvidar lo que pasó y te dará consuelo”, o “con el tiempo y la ayuda de Dios superarás esta prueba; debes mirar hacia adelante”. Evangelina nunca pensó que Jesús le pedía que se olvidara de “lo que pasó” en su vida; tampoco que debía “mirar hacia adelante” como si no tuviera pasado. Cuando miramos con ojos sensibles su vida vemos que la muerte de su pequeño y la memoria de aquellos días le sirvieron para descubrir una realidad en el alma de las demás personas. Eso que ella meditaba y guardaba en su corazón es lo que le dio identidad a su vida y sentido a sus días.

En algunos países y culturas existió la costumbre de la plañidera o llorona (quizás también en Israel, cf. Jer 9:20). Estas eran mujeres contratadas para llorar en los sepelios pues se creía que el mucho llanto ayudaba al alma del difunto en su camino al cielo. Creo que nunca existió esta costumbre en Argentina, pero de cualquier modo el ministerio de Evangelina fue algo totalmente distinto. Ella no lloraba sino que consolaba el llanto de otros. Y si lloraba no era para facilitar el acceso al cielo del muerto sino porque también ella se conmovía y sentía compasión por quienes padecían esa situación. De la misma manera Jesús lloró (v. 35) al ver el llanto de las hermanas y los amigos.

La vida de Evangelina Rodríguez nos ilumina esa profunda verdad teológica de que el Espíritu de Dios nos mueve a utilizar lo que somos, aun nuestras tragedias personales, para servir al prójimo y dar testimonio del amor de Cristo.

 

5) Conclusión

 

Toda conferencia académica (todo artículo o paper) debe tener una conclusión. Eso enseño a mis estudiantes. Pero confieso que no me siento cómodo buscando una conclusión para esta presentación. Quisiera dejarlos con la fuerza de estas cuatro mujeres que encontraron su identidad, su profunda identidad, en el desafío de ser fieles al evangelio. Las presenté como representantes de tantas otras, y también de tantos varones que nos inspiraron e inspiran con sus testimonios de vida. Al comienzo, en el primer relato, hice una lista de mujeres bíblicas memorables: Shiphrah y Puah en Egipto; Noemí y su nuera Ruth; las primas Elizabeth y María; Marta y María, hermanas de Lázaro. Ya dije que deseo agregar a esa lista Sophia y Mary; hoy también quiero agregar junto a ellas a Regina y a Evangelina. Y quisiera que cada uno de ustedes puedan agregar a esta lista aquellas mujeres y varones que han sido o son de inspiración para vuestra fe y vuestra teología. Ellos son quienes de manera silenciosa oran cada día, dan testimonio de su fe, buscan ser fieles al evangelio que han recibido, y así alimentan la iglesia de Cristo en el mundo. Necesitamos de ellos para que despierten nuestra imaginación y nos revelen nuevos desafíos a la misión y al pensar teológico. Ellos fueron y son la iglesia de Cristo como nosotros somos llamados a serlo en este tiempo.

En mi Teología del Antiguo Testamento digo que el OT es una obra inconclusa. No porque necesite del Nuevo Testamento, pues éste también es un libro abierto e inconcluso. Es inconcluso el mensaje de la Biblia porque clama por lo que ha de venir, por la redención definitiva de toda la realidad. En esa esperanza vivimos, y mientras eso aún no sucede, damos gracias porque el Espíritu llama a hombres y mujeres que, en las más duras circunstancias, dan testimonio del amor infinito de Dios por el mundo.


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