Recursos para la acción pastoral

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Recursos para la acción pastoral 22 OctubreOct 2023

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Poder

En su significado más amplio, poder es la capacidad de producir efectos; y, en este sentido, se habla por ejemplo en física del “poder calorífico”, etc. Las ciencias sociales se limitan a estudiar el poder del hombre sobre el hombre; y ésta es precisamente la única perspectiva que nos interesa aquí. Y aunque a menudo se ha identificado el “poder” con el “poder del estado”, el poder político es solo una de las muchas formas de poder que existen en cualquier sociedad (poder económico, religioso, cultural, etc.).

Max Weber definió el poder como la capacidad de modificar el comportamiento del otro. Naturalmente, es necesario que la conducta se modifique en la dirección pretendida por el primero, porque si no, es vez de ejercicio del poder se habría dado una tentativa fallida de ejercerlo.

Debemos distinguir entre el poder no legítimo y el poder legítimo (para este último suele reservarse el término autoridad). El filósofo y el teólogo podrán elaborar, sin duda, una fundamentación ontológica del poder legítimo. El sociólogo, en cambio, se contentará con afirmar que un poder es legítimo cuando es obedecido sin necesidad de recurrir a la violencia. Extremando las cosas, el sociólogo sostendrá que un poder no se obedece porque es legítimo, sino que es legítimo porque se obedece. Pero no siempre resulta fácil trazar las fronteras entre el poder legítimo y el poder no legítimo. Incluso puede darse el caso de que la legitimidad de un determinado poder sea reconocido por unos y negada por otros, de modo que ni siquiera el poder más legítimo podría prescindir totalmente de la violencia. En opinión de Max Weber, existen tres principales formas de legitimación: la carismática (basada en las cualidades personales de quien detente el poder); la tradicional (basada en los valores y mitos de una sociedad) y la racional (basada en los intereses comunes de los participantes).

Durante mucho tiempo dominó una concepción personal del poder. Se veía el poder como si fuera una cualidad poseída por determinados individuos, al modo del dinero o las cualidades físicas. Hoy, por el contrario se ha impuesto una concepción relacional. El poder depende, sin duda, de la cantidad de recursos susceptibles de ser puestos en juego (que, según Etzioni, son de tres categorías: la coerción, las recompensas y la persuasión). Ocurre además que el poder no depende tanto de los recursos realmente disponibles por un sujeto como de la estimación que el otro hace de tales recursos. En el fondo, también aquí vale el principio propuesto por el sociólogo norteamericano W. I. Thomas: “Cuando los hombres imaginan una situación como real, es real en sus con secuencias”.

La valoración del poder oscila entre su exaltación (Maquiavelo, Nietzche…) y el repudio más absoluto (anarquismo). Los primeros corren el peligro de acabar considerando el poder como un valor en sí, y no como un medio al servicio de algún fin, cayendo en la erótica del poder. Los segundos, por el contrario, corren el peligro de defender posturas poco realistas. Una sociedad carente completamente de poder es una fantasía ingenua.

La democracia se caracteriza por la consideración del poder como un mal necesario. Lo acepta, pero reconoce sus peligros (“el poder corrompe, decía Lord Acton, y el poder absoluto corrompe absolutamente”) y, en consecuencia, trata de regular las condiciones de su ejercicio de modo que se minimicen sus efectos opresivos y se maximicen sus efectos positivos.

Parecida es la actitud cristiana ante el poder. Ni la fuerza ni la coacción formaban parte del plan inicial de Dios. Se hicieron inevitables como consecuencia del pecado y desaparecerán cuando todo haya sido recapitulado en Cristo. En consecuencia, el uso correcto del poder debe tender a su eliminación progresiva, y la auténtica cuestión ética versara sobre la “dosificación” correcta de la coacción y de la libertad en una situación determinada. Cuando no se actúa así, el poder se convierte en pecado; y precisamente en aquel que mejor realiza la esencia del pecado: querer ser como Dios. O, para ser más exactos, querer ser como esa imagen de Dios que solo es proyección de las relaciones humanas del poder, porque el Señor del mundo lava los pies a sus discípulos.

Luis González-Carvajal, pastoralista católico español en Diccionario abreviado de pastoral, Verbo Divino, Navarra, España, 1999.


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