Recursos para la acción pastoral

10 Abr 2023
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Recursos para la acción pastoral
Recursos para la acción pastoral 23 AbrilAbr 2023

Blanco


Jesús, el maestro de los caminos – Evangelio de Lucas, 24.13-35

El maestro que nos sale al encuentro – vs. 13-16
Tomando la iniciativa, como siempre, en este diálogo de Dios con la humanidad.

El maestro que nos escucha – vs. 17-24
Atentamente, pacientemente, mirándonos con amor, sea lo que sea lo que digamos.

El maestro que nos interpela – vs. 25-26
Pero que discute con nosotros, que no nos deja en nuestras porfías o tristezas o broncas.

El maestro que nos hace revisar nuestra historia – vs. 27
La historia de nuestras vidas, de nuestra fe, de nuestras comunidades creyentes…

El maestro que nos invita a ser solidarios – vs. 28-29
Al invitarnos y desafiarnos a la hospitalidad, a la escucha, con el extraño y el distinto.

El maestro que nos da señales de su presencia – vs. 30
Cuando no lo reconocemos, cuando no lo distinguimos, cuando quedamos confundidos.

El maestro que nos deja solos, aunque acompañados – vs. 31-32
Porque somos adultos, porque ha madurado nuestra fe, para ser sus testigos.

El maestro que nos pone en una comunidad misionera – vs. 33-3
Para vivir los nuevos hechos de nosotros y nosotras, apóstoles, enviados, juntos y juntas.

GBH, 2011.


La luz y las pupilas

Felices los afligidos porque serán consolados.

En el encierro de nuestra pequeña geografía familiar, bajo la abundancia de luz de nuestra lámpara de mesa, nuestras pupilas se han ido reduciendo. Esa presencia tan cercana de la luz, esa necesidad casi inexistente de esfuerzo para nuestras pupilas las fueron reduciendo en su búsqueda, haciéndolas receptivas solo en una mínima parte de su inmensa capacidad de visión.

Por eso, al pagarse la luz familiar y al entrar bruscamente en la noche del camino, la oscuridad nos parece abrumadoramente espesa. Uno llega a creer que en la noche no hay nada de luz. Uno sabe por intuición y por memoria, de la existencia de las cosas de los árboles, de los charcos del camino. Pero en ese momento, en el tiempo de transición, todas las cosas carecen de realidad y confunden sus formas en esa carencia absoluta de luz.

Es entonces cuando la mirada busca instintivamente el cielo. Porque el ser humano lleva metida hasta en su sangre la verdad de la relación entre luz y cielo. Pero hay veces en que el cielo está nublado. Y cuando el cielo está nublado, todo se ve más oscuro. Y sin embargo nuestros ojos rastrean el cielo, tratando de tomarlo al menos como fondo sobre el que se puedan distinguir las formas borrosas de los árboles y de las cosas de dimensiones mayores.

Frente a lo espeso de la oscuridad, nuestros ojos buscan al menos el borroso contorno de los objetos familiares como punto de referencia. Y en esa búsqueda de las cosas con el cielo como trasfondo, poco a poco nuestras pupilas se van dilatando. Se va despertando en nosotros esa capacidad adormecida de percibir la gran luminosidad difusa en toda noche. Al rato uno se sorprende del aumento de luz. Y tal vez lo único que ha sucedido, es que ha aumentado nuestra capacidad de percibirla. Y con ello las cosas van recuperando su concreta realidad, y nosotros la alegría y libertad de movernos entre ellas.

Si esa noche avanza hacia el amanecer, entonces, junto al dilatarse de nuestras pupilas, el horizonte crece también en luminosidad, y uno participa de la alegría profunda de sentir la mañana crecer alrededor de uno y en uno mismo, al colaborar en su construcción.

A una pareja de jóvenes amigos acaba de apagárseles la pequeña lámpara familiar. Se les ha muerto su hijito. Y sin embargo ese hijito les ha enriquecido el corazón con muchas verdades que ellos han leído en las cosas, ayudados por su luz. Porque la lámpara familiar regala al corazón muchas verdades que son material de rumia cuando los ojos se adentran en la noche.

¡Quisiera, Señor, que estés junto a ellos, noche adentro, en este tiempo de rumia, en este tiempo del dilatarse de sus pupilas! Y que junto a Vos caminen unidos hacia la alegría del amanecer, que devolverá su verdad a cada cosa y a cada persona la alegría de vivir, al sentir sus manos comprometidas en el trabajo, en la vida y en el amor. Mientras se dilatan sus pupilas, alúmbrales, Señor, las manos, para que puedan seguir creyendo en la vida.

Si gastás tu noche llorando la puesta del sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas. (Proverbio árabe).

Mamerto Menapace, monje benedictino argentino, en La sal de la tierra. Cuentos, sucedidos, reflexiones. Patria Grande, 11° edición, 1995, Buenos Aires.


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