Recursos para la acción pastoral

El problema de la muerte
El problema de la muerte no se plantea solo en el ámbito de la escatología, sino también, en el de la antropología; no se aborda solo en relación con el más allá, sino, sobre todo, en estrecha relación con el problema del sentido de la vida y de la historia, con los imperativos éticos inscritos en la persona y con la pregunta por el futuro del hombre, de la humanidad y el cosmos.
Lo primero que se descubre en la reflexión sobre la muerte es que se trata de un fenómeno universal, que no admite excepciones. No hay ningún lugar donde pueda agazaparse el hombre para huir de ella. Heidegger definió el existir humano como “ser para la muerte”. La muerte resulta ser la mayor certeza de nuestra existencia.
Lo segundo que se observa es el carácter trágico y terrible de la muerte, que aparece como la más fría antiutopía, afirma Bloch; como la aniquiladora de toda dicha y el disolvente de toda comunidad, como la mayor de las desgracias humanas.
La muerte se nos presenta, además, como el mayor enigma de la condición humana y el más difícil de descifrar. Y junto con el enigma se encuentra la protesta contra su aparente sinsentido. En lo profundo del ser humano existe una aspiración irreductible a la plenitud y a la consumación, una dimensión prospectiva que apunta al reino de la libertad y a la patria de la identidad.
Según la óptica de la antropología bíblica y cristiana, la muerte es un suceso que afecta a todo el hombre, pues éste es una unidad en tensión. Rahner habla de las dos caras de la muerte: por un lado, es ruptura desde fuera y desposesión total del hombre; por otro, es consumación activa desde dentro, engendramiento creciente, toma de posesión total de la persona. Y es precisamente en la muerte donde la existencia humana llega a su perfección, a su consumación, a su plenitud.
Por un lado, Jesús experimenta la muerte como un acontecimiento trágico y horrible, del que quiere librarse. Por otro, su muerte es un acto consciente de entrega, un acto libre de fe y amor, de esperanza en la realización del reino de Dios, una consecuencia del compromiso liberador que asumió a lo largo de su vida. La muerte de Jesús desemboca en la resurrección, en el triunfo de la vida. Así, recupera la existencia plena para sí y para la humanidad.
El cristiano afronta la muerte con temor y temblor, pero, al mismo tiempo, la acepta con la esperanza gozosa de la resurrección, porque, desde su fe en el resucitado, confía en que la última palabra está a favor de la vida. La memoria e la pasión, muerte y resurrección de Jesús, lejos de conducir a la resignación, lleva derechamente a trabajar por el reino de Dios en la historia.
Juan José Tamayo, en Diccionario abreviado de pastoral, Verbo Divino, Estella, España, 1999.
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