Recursos para la acción pastoral

20 Sep 2021
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Recursos para la acción pastoral 26 SeptiembreSep 2021

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El profeta era un personaje misterioso

En el mundo antiguo el profeta era un personaje misterioso y romántico, iluminado por luces extrañas y sublimes, que hablaban un idioma cargado por sutiles sugestiones, y cuya vida había sido sobrenaturalmente destinada a la realización de recados sorprendentes y peligrosos. El profeta es la figura más atrayente del antiguo Testamento. Cuando él aparece en escena, todos los otros personajes hacen mutis. Y cuando no está presente, hasta el tiempo mismo parece aguardar su aparición. Príncipes y sacerdotes son insignificantes en su majestuosa presencia.

Cuando se trata de los más grandes entre ellos, tanto sus palabras como sus hechos son memorables. Sus intervenciones, sus apariciones señalan las crisis de la historia. Sus palabras dan la norma para el pensamiento de generaciones. No siempre es popular entre la gente. No tiene el don de hablar con suavidad. No adula al monarca ni a la plebe; y las naciones casi nunca aprecian la verdad desnuda.

Aparece en el panorama de la Sagrada Escritura como el vidente enemigo de los intereses creados, poderosos y egoístas; y todavía está por descubrirse el pasaje en que haya bendecido a los ricos. Su lenguaje es severo y apasionado; y en muchos casos abunda más en palabras de denuncia que de consuelo.

Cualquiera sea el tipo de su misión y su personalidad, el profeta domina la vida de su tiempo. Donde quiera y cuando quiera que aparezca, las almas de los hombres se estremecen y hay un entrechocar de huesos secos. Comprendemos que asombra aun a las mentes mundanas, fija los pensamientos de los hombres en las cuestiones serias. Les reprocha su trivialidad y petulancia. Pone un hálito de realidad en la conversación ordinaria. Confronta a los frívolos e indiferentes con las exigencias del Eterno.

Comprendemos también que los grandes profetas tuvieron  el genio de lo inesperado y lo inusitado. Ignoraban la tradición. Eran fieros iconoclastas, intolerantes con las ilusiones por más elegantes que fueran. No tenían mucho respeto por la llamada ortodoxia de las rígidas escuelas de los rabíes. En cuanto a las ceremonias y ordenanzas, como sabéis, eran capaces de hablar de ellas con muy poco respeto.

Los profetas consideraban como un mal insidioso la tendencia de la religión, en todas las épocas, a estereotipar sus formas y sus fórmulas. Por ello siempre se malquistaban pronto con todos aquellos interesados en la preservación del viejo orden de cosas. Porque el profeta fue siempre y en todas partes un reformador, celoso por la reconstrucción de la vida para que pudiera expresar más perfectamente la voluntad de Dios.

Debéis tener presente también esto: que aun cuando el pueblo creyera muy poco en su profeta, el profeta nunca abandonó su fe en el pueblo. Él sabía que sus almas eran terreno adecuado para la semilla. Los sabía capaces de todas las aspiraciones y todos los heroísmos que habitualmente pretendían despreciar. Sabía que su agnosticismo era superficial, y su deprecio del idealismo una mera pose.

Si no hubiera en los hombres y mujeres esta capacidad para renacer, la labor del predicador sería vana; ya podríamos desmantelar nuestros púlpitos y reconocer que el progreso humano es una vana esperanza. El predicador, es cierto, puede sentir, al principio, que él no es más que una voz que clama en el desierto; pero también cree que el desierto puede regocijarse y florecer como la rosa. Es decir, cree que el desierto actual es un Edén en potencia; y que todo lo que necesita para obrar el milagro es la operación conjunta de las fuerzas que denominamos el Sol de la Justicia y el Agua de la Vida.

Este inspirado visionario, con su radiante creencia en los desiertos transfigurados –soledades arenosas y estériles llenas de alegres lirios y rosas–, es indiscutiblemente el héroe del romance. Él anda por las calles principales y tenebrosas callejas de los modernos barrios industriales, con la misma serena confianza que iluminó el rostro de Isaías en medio del desierto del judaísmo comercializado, en el ambiente materialista de la antigua Babilonia. Porque él cree en su pueblo; está seguro de su auditorio. Para él no es nada que ellos no crean en sí mismos. No es nada que el terreno que debe cultivar sea una arcilla tan dura y obstinada o un desierto árido.

Este es, indudablemente, el elemento de futuridad que contiene el mensaje del profeta y que tan enconadamente ha sido debatido. Él es más que un simple pronosticador. Es un vidente del futuro, en el cual ahonda. Le ha sido dado ver el final desde el comienzo mismo. Con más seguridad que el hombre de ciencia que, jactándose de su precisión dogmatiza acerca del resultado final de un proceso de causa y efecto, el profeta prevé y preanuncia las transformaciones que inevitablemente han de producirse en el desierto de la incredulidad y la injusticia, por la operación del Espíritu Divino.

Carlos Silvester Horne en El romance de la predicación, Librería La Aurora, Bs. As., 1944.
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