El Señor hace justicia al huérfano y a la viuda
El Pastor, representante del MEDH – Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos- y Capellán de UCEL, Luis Vázquez, de Rosario, nos guía en un agudo recorrido para descubrir el significado de la paz, el diálogo con la tradición evangélica metodista y la valoración de los derechos humanos desde esa mirada cristiana. En este caso, su aporte se presenta en cuatro partes, para agilizar la lectura y puntualizar cada uno de los focos que se propone desarrollar.
Para repensar la paz, la justicia y los Derechos Humanos en diálogo con nuestra fe
PARTE I
Premisas orientadoras para pensar y actuar por la paz en nuestro tiempo
La literatura sapiencial del Antiguo Testamento tiene un poema que nos muestra con sumo realismo cómo transcurre la vida humana en esta Tierra y comienza con una sentencia asombrosa: “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora” (Eclesiastés 3:1). Allí podemos observar a través de 14 contraposiciones, cómo la vida puede ser condensada en un despliegue paradójico que incluye tanto el nacimiento como la muerte, la alegría y el sufrimiento, y por último, la guerra y la paz. Este realismo que vemos expresado en la tradición bíblica, nos invita al reconocimiento de la existencia no sólo del bien en el mundo, sino también del mal, que Agustín de Hipona en el siglo V ligaría principalmente a determinado uso de la libertad humana que lo “(…) introduce como privación del bien al pecar y alterar el justo y recto orden establecido sabiamente por el Creador (…)” (Cantera Montenegro, 2012: 231):
“Por eso, del mal uso del libre albedrío se originó una serie de desventuras, que desde un principio viciado, como corrompido de raíz el género humano, arrastraría a todos en concatenación de miserias hasta el abismo de la muerte segunda” (San Agustín, 1958: 879)
Y ciertamente en este eón (era o tiempo cualitativo de prolongada duración) entre la Primera y Segunda Venida de Cristo, somos llamados como seres humanos a comprender las características de este mundo, donde la muerte, el sufrimiento, el conflicto y la guerra van a estar presentes hasta que el ésjaton, “el futuro de Dios” en palabras del teólogo Jürgen Moltmann (1997: 107-119), se vea consumado en su totalidad. Es claro aquí que la utopía del reino/reinado de Dios se presenta en una doble dinámica, donde el “ya y el todavía no” (Cullmann, 1997: 21) nos permite experimentar los poderes del mundo venidero y a la vez, nos obliga a tomar conciencia de que el paraíso primigenio no podrá retornar a la historia, sino en la trascendencia de la misma por la Parusía de Jesús, el Mesías.
Teniendo en claro estas premisas, pensar y actuar por la paz en este tiempo, y sobre todo, hacerlo en el marco de su concepción a todas luces bíblica y canónica, requiere de un entendimiento de la Iglesia y de la gracia de Dios que nos conmina a actuar en el mundo de acuerdo a un concepto de misión, donde las comunidades creyentes se responsabilizan por ser comunidades diacónicas, de servicio, orientadas por el amor y la justicia no en un sentido meramente personal, sino profundamente social y político (recordando el valor de la palabra polis, que era el lugar por excelencia de la realización de los sujetos concretos en la Antigüedad).
Y es aquí donde emerge la pregunta sobre cuál es nuestra tarea cristiana en torno a la lucha por la justicia y a la construcción de la paz en esta civitas terrena (ciudad terrena) que nos toca transitar, debido a la escisión que muchas iglesias y movimientos religiosos buscan realizar con respecto a ello en tanto tarea creyente. Pero tal pregunta si es contestada en un sentido dicotómico y disociativo, puede llegar a dislocar la misión cristiana por un lado y confundir, por el otro, a nuestras comunidades de fe, en cuanto a conceptos como paz o justicia. Por tal motivo, es importante responder junto con el teólogo y estadista neerlandés Abraham Kuyper, en cuanto al holismo del Evangelio: “No existe una pulgada cuadrada en todo el dominio de nuestra humana existencia sobre el cual Cristo, quien es soberano sobre todo, no grite, ¡Mía!” (Kuyper, 1880: 35).
Esta perspectiva holística de la fe y misión cristianas, constituye el verdadero núcleo de nuestra confessio, de nuestra acción de confesar a Jesús como el Cristos (el ungido de Dios) y el Kyrios (el Señor divino-humano), ya que nos remite en última instancia a reconocer, celebrar y hacer presente su victoria sobre los poderes de este mundo que oprimen y alienan a la humanidad, gracias a su vida, muerte y resurrección. La victoria de Cristo sobre el mal, es una victoria que nos remite a la totalidad de la creación y nos presenta un rostro del reino/reinado de Dios en el que lo personal se conjuga con lo comunitario, lo social y lo ecológico, sin dicotomías ni disociaciones de ningún tipo. Gustav Aulén en su famosa obra Christus Victor (1931/1970) lo describe así:
“La idea central del Christus Victor es la visión de Dios y del Reino de Dios luchando contra los poderes del mal que asolan a la humanidad. En este drama Cristo tiene el papel clave, y el título de Christus Victor connota el término decisivo sobre esta función” (Aulén, 1970: ix)
Y después recalca:
“La obra de Cristo es, ante todo, una victoria sobre los poderes que mantienen a la humanidad bajo esclavitud: sobre el pecado, la muerte, y el diablo. Se puede decir que están en cierta medida personificados, pero en cualquier caso, son poderes objetivos, y la victoria de Cristo crea una nueva situación, con lo que su dominio llega a su fin, colocando a los seres humanos libres de su dominio.” (Aulén, 1970: 20)
Cuando entendemos entonces el carácter integral de una fe que confiesa la victoria del Mesías sobre estos poderes, también comprendemos el valor de la vida y la praxis de Jesús que nos muestra el modelo a seguir en la construcción del reino/reinado de Dios, de manera que la victoria obtenida por el Dios encarnado, se traduzca en compromiso de su Pueblo para transformar el mundo.
PARTE II
Precedentes bíblicos y el valor de la lucha por la justicia y la paz en el Movimiento Metodista
Si nos remitimos a las propias Escrituras, en el ministerio de Jesús se condensan proclama, testimonio, solidaridad y lucha por la justicia, en un todo integrado por el amor, que remite en última instancia a su propio entendimiento de Dios y de su acción salvífica en la historia humana, rememorando la protección y defensa de las personas más débiles de una sociedad como uno de los núcleos innegociables de la fe de Israel. De esta manera, si observamos el conjunto del canon, podremos comprender que el carácter de Dios se encuentra intrínsecamente unido no sólo al concepto de amor, sino también al de justicia (tzedaká en hebreo, dikaiosyné en griego koiné) y derecho o juicio (mishpat en hebreo, krima y krisis en griego): “El Señor […] hace justicia al huérfano y a la viuda, y […] ama también al extranjero y le da pan y vestido” (Deuteronomio, 10:17-18). El biblista y moralista metodista Stephen C. Mott, lo describe de la siguiente manera:
“La justicia es un atributo principal de Dios. Él es el que vindica al oprimido y defiende al débil. «Jehová es el que hace justicia […] y derecho a todos los que padecen violencia» (Sal. 103.6). Esta declaración general en cuanto a Dios tiene una aplicación particular en el versículo siguiente; «Sus caminos notificó a Moisés, y a los hijos de Israel sus obras». Alude al éxodo, en el cual los esclavos fueron libertados y forjados como nación. El Salmo 146 repite la declaración; El Señor es quien «hace justicia a los agraviados» (v. 7).” (Mott, 1995: 60)
Y es aquí donde los conceptos de amor, justicia y derecho, no pueden disociarse de un concepto central para el mundo bíblico tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, el cual es el concepto de paz. Tanto si pensamos en el shalom de tiempos veterotestamentarios como en la eirene de la época de Jesús y del naciente cristianismo, la paz se encuentra enraizada no sólo en la ausencia de conflicto, de guerra y de violencia física, sino principalmente en la restauración de la justicia para quienes padecen opresión y se encuentran en privación de sus derechos más elementales, como el derecho a la vida, al debido proceso judicial y a la satisfacción de sus necesidades materiales básicas. Por tal motivo, las primeras comunidades cristianas eran llamadas al ejercicio del amor y de la justicia dentro de ellas mismas, así como también, fuera de ellas, siguiendo el modelo trazado por Jesús, en el cual el Jubileo ocupaba un lugar central para restaurar dichos derechos conculcados (Mott, 1995; Yoder, 1985 y Wright 1996; 2009).
Teniendo estos precedentes bíblicos y remitiéndonos ahora a nuestra historia como Movimiento Metodista, es nodal comprender el carácter de la génesis del mismo y el valor que la lucha por la justicia, la paz y la “reforma de la nación” ocupaban en la mente de sus fundadores. En este sentido, como Pueblo Metodista heredero del primigenio Movimiento Evangélico que surgiera en varias regiones del mundo casi al mismo tiempo durante el siglo XVIII (el Electorado Sajonia en lo que hoy es Alemania, el Reino de Gran Bretaña y las Trece Colonias que después se transformarían en los Estados Unidos de América), debemos reconocer que la proclama pública e itinerante del Evangelio se encontraba intrínsecamente unida a una espiritualidad holística en la que la oración, la lectura de las Escrituras y la diaconía orientada a mejorar las condiciones de vida de las personas más vulnerables de la sociedad, eran aspectos innegociables de una vida cristiana que se concebía de manera tanto personal como comunitaria. La lucha antiesclavista del propio John Wesley o de William Wilberforce en el Parlamento Británico a finales del siglo XVIII, fueron ejemplos de esa naciente fe evangélica que unía devoción y compromiso con la justicia, la cual un siglo después fructificaría en el nacimiento de las primeras organizaciones sindicales de la historia, las luchas obreras de su tiempo, así como también, la solidaridad con la autodeterminación de los pueblos y la defensa de los Derechos Humanos en pleno siglo XX.
Por tal motivo, cuando reflexionamos en el significado de la paz para nuestra época y de su importancia en el marco de una concepción holística de los Derechos Humanos, es claro que debemos remitirnos no sólo a la Biblia en calidad de revelación, sino también a la Gran Tradición cristiana y específicamente a esa riquísima traditio evangélica presente en la historia del metodismo mundial, donde la paz no era entendida solo como ausencia de conflicto o la mera reconciliación social y política, sino principalmente como justicia que abarcaba todas las dimensiones de la vida humana en común, en la que se satisfacía a las víctimas de la opresión sufrida, se restauraban los derechos vulnerados y se buscaba construir las condiciones institucionales para promover mejores condiciones de vida para todos/as.
PARTE III
Paz y Derechos Humanos
En base a lo anteriormente expuesto, la tarea cristiana de construir la paz en torno al concepto de la justicia, nos remite en la modernidad a un concepto caro que emerge a partir de un parteaguas histórico en la historia mundial reciente: estamos hablando de la internacionalización del paradigma de los Derechos Humanos y del así llamado Sistema Universal de Protección de los Derechos Humanos, surgidos en el marco de la Segunda Posguerra Mundial.
Y es que la Segunda Guerra Mundial con su saldo de 55.000.000 de muertes y la Shoá (Holocausto) con el exterminio de 6.000.000 de personas judías marcó un antes y un después en la historia de la humanidad, debido a que jamás había existido en la historia de nuestra especie una conflagración armada de este tipo ni un genocidio sistemático de este grado, obligando a la emergencia de un conjunto de instituciones y de instrumentos propios del Derecho Internacional para prevenir futuras guerras, proteger a las víctimas de las mismas y sancionar un conjunto de derechos humanos básicos que protegieran a las personas del mundo del accionar ilegal de sus propios Estados nacionales.
El jurista argentino Juan A. Travieso nos recuerda que la emergencia del actual Sistema Internacional de Derechos Humanos se da en un marco donde:
“El final de la Segunda Guerra Mundial dejó un recelo permanente de los hombres en el estado. En Europa y en el mundo comenzó a detectarse que el terrorismo podía protagonizarse por el Estado y que en estas funciones su eficacia era ilimitada […]
El final de la Segunda Guerra Mundial, además, dejó la necesidad de canalizar el recelo al Estado a través de estructuras internacionales de protección de los derechos humanos a nivel internacional por medio de la recién establecida ONU en 1945 y las organizaciones regionales que estaban en germen en la mente de los políticos estadistas europeos, de los juristas y diplomáticos americanos y más tarde de los hombres de África.” (Travieso, 2005: 250)
La Organización de las Naciones Unidas nace así en 1945 como un organismo internacional heredero de la Sociedad de Naciones, con el fin de construir un nuevo sistema internacional que imposibilitara la aparición de una tercera guerra mundial, además de favorecer un Sistema de Derechos Humanos que fuera reconocido mundialmente, de manera que sus Estados miembros garantizaran dichos derechos a todos los seres humanos, independientemente de su nacionalidad, género, condición social y origen étnico.
Teniendo en cuenta este punto es claro que, si pensamos cómo debería llevarse adelante la tarea cristiana de la lucha por la justicia y la labor de construir la paz en medio de nuestro mundo teniendo el punto de partida en la Palabra de Dios y en nuestra propia Gran Tradición cristiana, el paradigma de los Derechos Humanos en sus distintos tratados internacionales (incluyendo en primera instancia a los Pactos Internacionales de Derechos Humanos o Pactos de Nueva York de 1966), se transforma en una rica mediación histórica para tal fin.
Avocarse a dicha lucha, implica reconocer que hoy por hoy, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos si bien se encuentra en diálogo con distintos marcos ideológicos, escuelas jurídicas y corrientes sociales, económicas, políticas, culturales y religiosas, no puede reducirse a ninguno de ellos, lo cual lo transforma en un fenómeno intrínsecamente plural y complejo que nos invita a contextualizarlo desde múltiples lugares.
En nuestro caso específico, el diálogo con este paradigma se enmarca desde el lugar de la religión organizada, y específicamente, desde nuestra tradición evangélica y ecuménica que nos conmina a la búsqueda de la paz, de la justicia y de la lucha por un mundo mejor, sabiendo que si bien nos encontramos entre el “ya y el todavía no”, la transformación de nuestras realidades históricas es posible a la luz no sólo de un mandato ético que vemos registrado en la Palabra de Dios, sino también de un poder que posibilita cambiar las cosas existentes en función del Christus Victor ya nombrado.
Es en este contexto, donde el valor del camino ecuménico que se cristalizara en la fundación del Consejo Mundial de Iglesias en 1948, la conformación de los distintos organismos ecuménicos de Derechos Humanos en la historia reciente mundial, incluso en Argentina (como por ejemplo la Comisión Argentina para Refugiados y Migrantes en 1973 o el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos en 1976) y el nacimiento del Consejo Latinoamericano de Iglesias en 1982, nos invita a renovar nuestro compromiso creyente con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y su Sistema Universal de Protección en la actualidad.
PARTE IV
Otro mundo posible, en pos de la justicia y la construcción de paz
En esta línea de reflexión, es importante recordar que a partir de la consolidación de las grandes transformaciones económicas, sociales y políticas que se experimentaran en el mundo a partir de la Segunda Guerra Mundial, y con posterioridad, a partir de los procesos de descolonización y liberación nacional dados en el así llamado Tercer Mundo -a los cuales se sumarían Caída del Muro de Berlín y la Disolución de la Unión Soviética- se fue consolidando un tipo de pensamiento teológico que abrevó de todos estos procesos de lucha por la justicia y construcción de la paz a nivel mundial, que desde una perspectiva ecuménica y liberadora, tuvieron como eje la emergencia de nuevas teologías y pastorales orientadas a acompañar dichos procesos.
Boaventura de Sousa Santos nos explica en ese sentido que:
“… desde la década de los años sesenta han venido surgiendo teologías […] y prácticas religiosas basadas en la comunidad para las cuales Dios se revela en el sufrimiento humano injusto, en las experiencias de vida de todas las víctimas de dominación, de opresión y de discriminación, y en las luchas de resistencia que promueven. En consecuencia, prestar testimonio de este Dios significa denunciar este sufrimiento y luchar contra él. Tanto la revelación como la redención, o más bien, la liberación, tienen lugar en este mundo, en forma de lucha por otro mundo posible.” (De Sousa Santos, 2014: 86)
O sea, si pensamos en la justicia, la paz y los Derechos Humanos, es necesario ser conscientes de que en la historia mundial reciente y en nuestro propio contexto latinoamericano, un amplio sector de iglesias involucradas en el movimiento ecuménico contemporáneo junto con movimientos sociales y políticos, han sido actores importantes en innumerables transiciones democráticas y en la instauración de Estados de Derechos que garanticen los Derechos Humanos en sus propias constituciones.
La teología de la liberación en nuestra región fue un ejemplo paradigmático de ello y hasta el día de hoy la repercusión no sólo de su discurso, sino principalmente de su praxis, nos permite rememorar que la vieja profecía bíblica cuando es releída y recuperada en nuevos contextos, puede cumplir una función profundamente liberadora en todas las dimensiones del mundo de la vida, desde la propia espiritualidad que se redescubre en el rostro de quienes sufren hasta las transformaciones sociopolíticas que son necesarias en nuestras sociedades contemporáneas.
En este tenor, la acción y la reflexión unidas en una praxis de liberación (Freire, 2005: 51, 105), han constituido y aún lo hacen, una profunda tradición y experiencia acumulada para nuestro compromiso de fe a partir de un Evangelio que se encarna en los márgenes de la historia, para de allí subvertirla en pos de construir “otro mundo posible”. Teología de la praxis y teología para la praxis, aún constituyen elementos centrales para seguir llevando adelante una praxis cristiana significativa en nuestro contexto contemporáneo, “con un oído en el Pueblo y el otro en el Evangelio” (Enrique Angelelli)
Por lo cual, es importante traer a colación las palabras de José Miguez Bonino, quien en su libro Poder del evangelio y poder político (1999) nos plantea con lucidez meridiana:
“Si […] recordamos el pacto de vida de Génesis 9, el llamado a la responsabilidad por la vida –y ahora en particular por la vida humana– toma como uno de sus núcleos centrales el tema de los derechos humanos. Dios ama la vida, ha hecho alianza perpetua con ella. Él será, para siempre, no el Dios amenazador sino el Dios misericordioso de la vida. Su alianza no tiene precondiciones –incondicional, absoluta, totalmente, Dios es el Dios de la vida, de toda vida […] Y por ello, su alianza encomienda al ser humano esta misión: la prolongación, enriquecimiento y protección de la vida. Con ello, Dios confía su criatura el tesoro más precioso de la creación […]
Esa responsabilidad no conoce excepciones ni condicionamientos: se trata de toda vida, y particularmente de toda vida humana. No podemos elegir por preferencias o elecciones ideológicas, religiosas o de cualquier otro orden el ámbito de la responsabilidad. Donde aparezca una forma humana, hay un derecho inapelable a la vida y por lo tanto un deber indeclinable de defenderla y protegerla. La cuestión de los derechos humanos no es, para nosotros, una mera ley humana, por importante que sea: lo que está en juego es nuestra obediencia al Dios del pacto, más aún la invitación y el llamado a ser “colaboradores con Dios” en la promoción de la vida.” (pp. 60-61)
En la era axial o tiempo-eje (Jaspers, 1980: 19-43) que nos toca atravesar, con un profundo cambio de época que se encuentra sólo en ciernes, como Iglesia somos llamados/as a participar de una missio Dei (misión de Dios), en el que la defensa y promoción de los Derechos Humanos así como la edificación de un mundo más humano donde la paz sea entendida en esa clave bíblica de shalom, se constituye no sólo en un imperativo ético, sino también en memoria y esperanza para caminar en pos de esa era venidera que esperamos, signada por unos “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2° de Pedro, 3:13b).
Bibliografía
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Freire, Paulo. Pedagogía del oprimido. México, Siglo XXI Editores, 2005.
Jaspers, Karl. Origen y meta de la historia. Madrid, Alianza Editorial, 1980.
Kuyper, Abraham. Souvereiniteit in eigen kring. Rede ter Inwijding van de Vrije Universiteit, den 20sten October 1880 gehouden, in het Koor der Nieuwe Kerk te Amsterdam [Soberanía de las esferas. Discurso de inauguración de la Universidad Libre, pronunciado el 20 de octubre de 1880]. Amsterdam, J. H. Kruyt, 1880.
Míguez Bonino, José. Poder del evangelio y poder político. La participación de los evangélicos en la vida política en América Latina. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 1999.
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Travieso, Juan Antonio. Historia de los derechos humanos y garantías. Análisis en la comunidad internacional y en la Argentina. Buenos Aires, Editorial Heliasta, 2005.
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Yoder. John. Jesús y la realidad política. Downers Grove, Ediciones Certeza, 1985.
Luis G. Vásquez
Pastor IEMA, El Redentor (Distrito Gran Rosario, Santa Fe)
Miembro de la Junta Pastoral Nacional del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos
Capellán de la Universidad del Centro Educativo Latinoamericano