Una vida con sentido: José Míguez Bonino

11 Nov 2020
en Artículos CMEW, Hombres
Una vida con sentido: José Míguez Bonino

Durante estas semanas hemos compartido muy breves pinceladas de vidas con sentido del pensamiento teológico y pastoral del metodismo latinoamericano.


José Míguez Bonino

Rosario, Santa Fe 1924 – Buenos Aires, 2012


Decía Albert Outler, uno de los más destacados estudiosos del pensamiento wesleyano, que la totalidad de la teología wesleyana podría resumirse en esta afirmación: “los judíos quieren milagros, los griegos buscan sabiduría, pero nosotros predicamos a Jesucristo, ese crucificado” (1 Corintios 1, 23) Esa misma afirmación se ajusta al pensamiento de José Míguez Bonino. A lo largo de todo el desarrollo de su pensamiento teológico y su práctica pastoral, no se separó ni un centímetro de aquella afirmación kerygmática. Y esta férrea pertenencia, lejos de transformar su teología en un reduccionismo biblicista ortodoxo, encontró por cierto fructíferas posibilidades de expansión.

La obra de José nos habla siempre de un Jesucristo que nos garantiza SENTIDO en la vida aquí. De una fe que da sentido, que busca eficacia en una vida aquí (parafraseando el título de uno de sus libros) no tolera moldes preconcebidos, sino que busca romperlos para encontrar lo nuevo. Por ello el sentido de su ministerio, de su vida sostenida y apuntada hacia Jesucristo, lo llevó a las fronteras del pensamiento y de la práctica pastoral.

Así Míguez pudo vencer el sectarismo anticatólico en el que gran parte del campo evangélico había caído. Fue esa apertura que le permitió ser el único protestante de América Latina invitado a participar del Concilio Vaticano II como observador. Permitiendo de esa manera romper décadas de pensamiento evangélico identificado por oposición al catolicismo y abriendo así la oportunidad de re conocernos como hermanos. De esta manera consolidó su profundo compromiso ecuménico que había comenzado desde los inicios mismos del Consejo Mundial de Iglesias.

Fue por Jesucristo, ese crucificado, que se animó también a romper el encierro autorreferencial en que se encontraban, y aún se encuentran muchas iglesias evangélicas, y comenzó a acompañar el diálogo entre cristianos y marxistas, el cual se fue consolidando en la década del 60 como respuesta e inquietud a la gran cantidad de cristianos que se encontraban comprometidos en las luchas por la liberación política en Latinoamérica.

Fue Jesucristo, ese crucificado que lo llevó a ser parte integrante del movimiento de ISAL (Iglesia y Sociedad en América Latina) abriendo de esta manera junto a otros teólogos protestantes como Ruben Alves, Richard Shaull y Julio de Santa Ana, entre otros, el camino de lo que más tarde sería la refrescante y heterodoxa vertiente protestante de la teología de la liberación.

Ya en los 70’ en pleno apogeo de la teología latinoamericana de la liberación, dentro de la cual compartía acuerdos centrales, marcaba también ciertas discrepancias metodológicas, de puntos de partida, de mediaciones, etc, en este contexto podemos recordar en charlas informales con sus estudiantes que él confesaba “aún me cuesta desprenderme del todo del pensamiento barthiano”, Karl Barth, era el teólogo que había influenciado a toda la generación de José Míguez, con su teología dialéctica que tenía como punto de partida justamente a: Jesucristo, ese crucificado. Y fue gracias a esa influencia, que el pensamiento de Míguez antes de aislarlo de la naciente teología latinoamericana la pudo complementar y enriquecer de una manera inédita.

Pero José Míguez Bonino fue teólogo porque antes fue pastor. Por eso Jesucristo, ese crucificado, lo llevó a un compromiso pastoral difícil, que aceptó aún con riesgo de su propia vida, durante la última dictadura militar en argentina, cuando su nombre aparecía en varias listas negras de los sicarios del imperio. Fue Aquel que fue crucificado injustamente, el que lo llevó junto a los miles de los crucificados por el imperio, para defender sus derechos y ser la voz de aquellos a quienes se las habían silenciado. Llevado por ese compromiso es que formó parte de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y representó a la argentina en foros internacionales denunciando las atrocidades de los crucificadores.

Ya en democracia, en nombre de Jesucristo, ese crucificado y con la plena convicción que la restauración de las heridas e injusticias de la década anterior solo podrían arraigarse con una democracia que pudiera garantizar y ampliar los derechos de los ciudadanos y en consecuencia, eliminar los privilegios corporativos, fue que aceptó formar parte como convencional extrapartidario de la Asamblea Nacional Constituyente que trabajó en la reforma constitucional de 1994. Una reforma que adaptó y modernizó la constitución nacional. Su participación fue clave para eliminar el requisito constitucional que obligaba a confesar la fe Católica Romana a todo aquel ciudadano que aspirara a ser presidente de la República.

Enumerar su vasta obra teológica, no es este el lugar para hacerlo. Estas líneas son solo un tenue reflejo del profundo sentido, y la certera eficacia que José Míguez encontró en su fe inquebrantable en Jesucristo incrustada en el aquí de la historia, donde esa fe debe expresarse y transformar la realidad.


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