Recursos para la predicación
Las ofrendas del Antiguo Pacto eran imágenes de la oración del pueblo, oraciones a un Dios de amor y libertad, eran las ofrendas de amor al Dios que nos bendice en la naturaleza, en la vida familiar y en la fe del pueblo de Dios… Y los sacrificios de sangre, de animales, eran otras representaciones del pueblo creyente, parábolas gráficas de la vida ofrecida en alabanza y servicio a Dios y al prójimo.
Traición y negación de dos discípulos, abuso del poder y engaño del pueblo oprimido por otro lado; algunas mujeres discípulas, apenas algún discípulo cerca del crucificado, cuerpo traspasado de Jesús, sed y soledad en comunión con dos bandidos de piernas quebrantadas. Dios mío, ¿por qué me has abandonado? La historia parece terminar, por ahora, en el sepulcro nuevo de un huerto, no justamente en el huerto del Edén.
Juan 18.1–19.42
Seguimos con la propuesta del pastor Néstor Míguez, de hacer un acercamiento narrativo al texto del evangelio, desde uno de los personajes, trayéndonos una vivencia cotidiana y al mismo tiempo muy bien documentada.
“La situación no es fácil para nosotros. Estábamos acostumbrados a otra vida, a que todo nos iba bien, no teníamos problemas de dinero. A Papá todo el mundo le rendía cortesía. Ahora es distinto. Lo desprecian, nadie de sus antiguos amigos quiere tratarlo, ya no lo convocan a las reuniones del Consejo. Tampoco creas que con los discípulos de Jesús las cosas son del todo fáciles. A pesar que él ya les dio todo lo que teníamos para compartir.
Sí, nos tratan bien, pero las diferencias se notan. Ellos son campesinos de Galilea, hombres de trabajo, rudos. Nosotros gentes de ciudad, criados en Jerusalén. Papá es uno de los pocos que sabe escribir, por su oficio.
Papá es de esos hombres tímidos fuera de casa, pero que en casa habla mucho. Le cuenta todo a Mamá, y nosotros escuchamos. Él quiere que yo sepa para poder decidir bien cuando me toque reemplazarlo. Aunque me parece que no va a haber sucesión ni herencia.
Él lo conoció a Jesús la primera vez que vino a Jerusalén. No crean que le gustó, estaba muy enojado por lo que había pasado en el Templo. Después lo acechaba cada vez que vino por acá. Él decía que estaba siguiéndolo de cerca para controlarlo, pero ahora reconoce que en realidad cada vez que lo escuchaba se sentía atraído por su presencia.
Casi le envidiaba su confianza en Dios, esa identidad con el Padre. Decía que era falta de respeto, que era blasfemia. Pero en el fondo Papá también quería sentir esa cercanía de Dios. Dudaba; por momentos se acercaba, pero después, cuando aparecían esas otras palabras duras, exigentes, que se apartaban de la Ley y las tradiciones, se volvía atrás.
Lo que lo decidió fue lo que pasó en Betania, con Lázaro. Papá conocía a la familia. Así que fue a Betania para visitar y llevarle el pésame a las hermanas. Estaba en el momento que llegó Jesús. Vio todo lo que pasó ese día. Y a partir de allí, creyó. Se dio cuenta que lo que decía Jesús era cierto, que era un enviado de Dios. A partir de allí, en su corazón, secretamente, decidió seguir a Jesús.
Pero lo que pasó en Betania también fue decisivo para el otro lado. Cuando se enteraron reunieron el Concilio. Papá fue, como siempre. Iba dispuesto a dar testimonio de lo que había visto, para que otros también fueran a escucharlo. En realidad, sintió mucho miedo. La mayoría dirigida por Caifás se inclinó por liquidarlo. Sólo él y Nicodemo se abstuvieron de apoyar esa decisión. Y a partir de allí comenzó la intriga.
Jesús sabía, y por eso dejó de hacerse visible, cuando no estaba rodeado por el pueblo, que lo protegía. Por eso tuvieron que sobornar a Judas, para que lo entregara de noche, cuando no había gente. Aún así Pedro ofreció algo de resistencia. Aunque después, en el patio de Anás, él también tuvo miedo. Por eso Pedro no es tan duro como otros para juzgar a Papá. Él también quiso ponerse a resguardo esa noche.
En casa de Caifás todo estaba arreglado. Tanteó el ambiente, y vio que todo ya estaba decidido. Además ellos le tenían miedo a “esa turba de galileos revoltosos”, como decían. Tenían miedo que la gente de Jerusalén también comenzara a seguir a Jesús. Y que se armara algún lío y viniera la represión romana. Si eso ocurría, ellos perdían su poder.
La cosa cambió ante Pilato. A Pilato no le gusta estar acá, dice Papá. No le gusta Jerusalén. Él prefiere estar en Cesarea, donde tiene palacios, baños, el estilo de vida romano. Así que quiere sacarse los problemas de encima y volverse lo antes posible. Así que los atendió en el patio militar, el que llaman Enlozado. Pilato no tenía mucho interés en Jesús, a la verdad. Le preguntó por su Reino, por la verdad..., me parece que para ironizar, y poner en ridículo al Consejo. “Miren lo que me traen, como puede ser peligroso este”, les decía.
En realidad, les quería hacer notar que él era el que tenía el poder, el ejército, la fuerza. Pero esta vez le salió mal. Lo amenazaron con mandarle una delegación al César, denunciándolo de no mostrarse lo suficientemente celoso del poder romano, de no ser “amigo del César”. Justo ellos, resultaron más protectores del César que el propio Pilato.
Cuando Pilato se asomó, vio al grupo de gente más rica de Jerusalén, unos trescientos, ellos y sus secuaces. Allí solo entran los que quieren los soldados. Por eso no extraña que ese grupito, reunido durante la noche, haya pedido la crucifixión. Había chicos que habían sido mis amigos, mandados por sus padres, los comerciantes de la ciudad, esa gente.
Cuando amaneció, todo estaba resuelto. Pilato todavía se dio el gusto de mandar a crucificar a otros dos, y de ponerle un cartel como “Rey de los judíos”. Fue una manera de decirles que él seguía mandando, a pesar de todo.
Papá no quiso ir. No pudo soportarlo. Yo sí, aunque me mantuve lejos. Los discípulos no estaban, solo el más joven, que estaba abrazado a la mamá de Jesús. Es un chico muy sencillo y muy inteligente... Ese es otro de los que escriben, anota todo. Había otras mujeres. Jesús duró poco crucificado. A las pocas horas había muerto. Yo vi cuando, para asegurarse, un soldado le clavó la lanza en el costado.
Cuando volví a casa y le dije a Papá que ya había muerto, no lo podía creer. Le dije lo de la lanza, que había visto como salía agua y sangre de su costado. Se puso blanco. Cayó al piso, gemía como un niño. Lo escuché murmurar... “ay, Dios, mi Dios”, decía. De repente, como movido por una fuerza extraña, se puso de pie.
Se lavó la cara, tomó su capa. Le brillaban los ojos, todo en él había cambiado. Me asusté. “¿Adónde vas, Papá?, le pregunté. A ver a Pilato, me dijo. ¿A Pilato?, se asustó Mamá. Llamó a un par de sirvientes, salió con decisión. Mamá me agarró y me apretó contra sí..., sentíamos que nuestra vida cambiaba con ese gesto...
Volvió como dos horas después. Tenía la ropa manchada de sangre, también los sirvientes. Mamá lo miraba espantada. “Lo bajamos de la Cruz”, dijo. “Hablé con Pilato, no se negó. Nicodemo trajo ungüento y vendas y lo sepultamos, como corresponde. Él murió porque nosotros tuvimos miedo. Pero se acabó el secreto.
Sí, yo soy un discípulo de Jesús. No sé qué pasará mañana, pero sentí que Dios me dio esa confianza que siempre le pedía, que Jesús muriendo había hecho por mí lo que yo nunca pude hacer por él. Que no hay amor más grande. Que en esa cruz se mostró su verdadera gloria. Ese amor no se puede seguir dejándolo a uno callado”.
Esa noche recordamos la Pascua. Fue otra Pascua. No hubo cordero, apenas un poco de pan. Jesús había muerto a la hora en que en el Templo matan a los corderos. Papá oraba y oraba. Pedía por una nueva Pascua de vida... y Dios se la dio, nos la dio.
Sugerencias homiléticas
La cruz nos despierta miedos y ansiedades. Seguir a Jesús hasta la cruz, tomar su cruz y seguirle toma dramatismo cuando deja de ser una figura retórica y se transforma en compromiso. Pero también convoca al amor y la confianza, exige una respuesta.
No sabemos lo que el seguimiento pueda traer. Cómo ha de manifestarse en grandes decisiones o en la vida de todos los días. Y eso nos da temor. Descubrimos que las fuerzas del privilegio, la corrupción y la muerte, anidan en todos lados, desde los espacios más chicos hasta los más grandes. Enfrentarlas trae sus consecuencias, no solo para nosotros, sino también para nuestras familias, nuestra profesión, nuestras relaciones sociales. El testimonio es un llamado, pero hacerse discípulo de Jesús, y publicarlo, no son actos sin consecuencia. Justamente por la experiencia de la Cruz.
Pero es también la experiencia de la gloria de Dios, del amor infinito que nos hace dignos, de la cercanía del Padre en los momentos difíciles de desamparo, dolor o cercanía de la muerte. Es una invitación a la confianza y la nueva vida. Se puede contar lo de la cruz, se puede hacer mucha teología sobre ella, se la puede tomar como metáfora de muchas cosas. Pero solo la experiencia del amor de Dios derramado en ella por el ministerio de Jesús le da sentido.
Néstor Míguez, en Encuentros Exegético-Homiléticos del ISEDET, Encuentro 24, marzo de 2002. Podemos enviarles el texto completo de este texto, aquí muy resumido.
Isaías 52.13–53.12
Introducción
El viernes santo es el día más oscuro de la pasión de Jesús; es el día de su tortura hasta la muerte en la forma más cruel e indigna: la crucifixión.
El Salmo 22 es un grito de angustia (vv. 1-21) luego transformado en canto de alabanza (v 22-31). La primera parte expresa el dolor y el lamento de un justo o inocente frente al sufrimiento y la persecución, invocando fervientemente su confianza en Dios, de quien espera la salvación.
La segunda parte es un canto de acción de gracias por la salvación y protección obtenida. El Salmo 22 tiene afinidad con el cuarto poema del siervo sufriente de Yavé (Is 52.13–53.12), y también los evangelistas han encontrado en él una de las principales referencias al AT para los relatos de la pasión (ver Mt 27.32-56; Jn 19.17-30). El versículo 1 del Salmo 22 fue la última palabra de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27.46; Mc 15.34).
Isaías 52.13–53.12
El poema del Siervo sufriente de Yavé (Is 52.13–53.12) se encuentra en la segunda parte del Segundo Isaías (49.14–55.13), donde el énfasis está puesto en la ciudad de Sión como centro de reunión de los exiliados y dispersos del pueblo de Israel.
Este poema es el que mejor desarrolla el tema del sufrimiento como parte de la misión del Siervo. Es significativo como abordaje de este tema “tabú” (en el marco de la mayor crisis sufrida por la nación, y como contestación a la teología tradicional de la retribución que se refleja principalmente en el Primer Isaías (Is 1-39), según la cual el destierro y la dispersión eran vistas como un castigo.
Ya el tercer poema (Is 50.4-9) esboza el aspecto de la resistencia del sujeto y su exposición al sufrimiento, y refleja un cuestionamiento a la teología de la retribución sugiriendo que “el justo también puede sufrir”. Esta idea también está presente en otros pasajes como salmos de lamentación (p. ej. 73), las confesiones de Jeremías y los discursos de Job que expresan la indignación por el sufrimiento del justo o inocente.
Pero el poema del Siervo sufriente da un paso más en relación con la interpretación del sufrimiento. Lo que había estado velado por la imagen sufrida y despreciable del Siervo, ahora se revela como actitud mediadora y vicaria para la expiación y salvación de muchos.
El poema se compone de dos elementos básicos: (1) “la palabra divina” a manera de inclusión (52.13-15 y 53.11b-12), donde Yavé habla del Siervo en tercera persona; en la introducción se adelanta su “exaltación”, su apariencia desfigurada y el asombro de “los muchos”, y en la conclusión se ratifica la “confesión” de la parte central del poema y la exaltación del Siervo; (2) “La palabra del grupo” (en primera persona del plural) como centro del poema (53.1-11a), donde también se habla del Siervo en tercera persona, y cuyo núcleo es la “confesión” del grupo (v. 4-6).
Según la teología tradicional, el sufriente parecía un culpable castigado por Dios, pero aquí aparece como sujeto de salvación, haciéndose cargo de la “culpa” de “los muchos” (53.5 “por el padecimiento de aquél, éstos reciben salud y bienestar”). En la teología de la retribución iban unidos culpabilidad y castigo; en este caso el castigo y la humillación son para uno, y la culpabilidad es de los otros que se salvan de su merecido castigo. Así, aquel tercero que en el poema no tiene voz ni rostro, a través de su sufrimiento, está propiciando la salvación de muchos.
Destacamos el vocabulario cognitivo del poema que enfatiza la “toma de conciencia”, el “darse cuenta”, el “cambio de presupuestos teológicos”, y que se manifiesta en expresiones de perplejidad de los confesantes y testigos frente a lo que parecía ser una cosa y resultó ser otra.
También subrayamos el vocabulario relacionado con “la exaltación y la victoria” a través del cual se revelan objetivos escondidos del proyecto divino.
Hemos identificado al Israel cautivo en Babilonia como el referente principal para el Siervo sufriente de Yavé en el contexto del Segundo Isaías, que cumple un servicio hacia el resto de la nación dispersa (toda la casa de Israel), los cuales estarían representados por “los muchos”.
El poema, al igual que el Segundo Isaías, trata de consolar al pueblo que sufre y darle fuerzas para emprender el camino del retorno y restablecimiento en su tierra; y por otro lado, trata de convencer a “los muchos” para que crean y se comprometan en este plan de Yavé de reunir a “todos” los dispersos de Israel.
Así se entiende mucho mejor aquello de “ser alianza del pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, sacar del calabozo al preso” (vv. 42.6-7). Entonces la misión del Siervo (cautivo en Babilonia) será rescatar a “los muchos” (Israel global) de los confines (muchas naciones) y de la mano opresora de sus amos (reyes). Esto es visto como una acción poderosa de Yavé que se compara a un nuevo éxodo (ver 52.10-12); las otras naciones y sus reyes quedarán atónitos (52.15) pues también les afecta directamente el resultado y las consecuencias del plan.
Para la reflexión
Remarcamos la profunda influencia que ha tenido este poema para la relectura cristológica y neotestamentaria, convirtiéndose en una especie de llave hermenéutica para la teología del NT. Las referencias intertextuales con el NT son innumerables.
Un texto de tanta trascendencia siempre queda abierto para nuevas relecturas que ofrezcan sentido a las diferentes situaciones de la comunidad, y una de las preguntas de fondo que nos podemos hacer es sobre el sentido mismo del sufrimiento y su interpretación teológica.
Recordamos que en la tradición bíblica, tanto del AT como del NT, es Dios mismo que se ocupa especialmente de los sufrientes y oprimidos, precisamente porque su amor no se deja encerrar en categorías de la justicia humana. El sufriente es objeto preferencial del amor divino porque está en una situación inhumana contraria a la voluntad de Dios, y el fundamento último de ese privilegio se encuentra en Dios mismo y en la gratuidad y universalismo de su amor.
A veces se destaca el sufrimiento de los mártires por ser ejemplos de resistencia y fidelidad a Dios en un contexto totalmente adverso, pero allí también quedan excluidos de participar en el plan divino los que simplemente sufren las cruces de la historia. Sin embargo, las víctimas y los débiles siguen siendo el lugar de revelación de Dios en la historia. “Verdaderamente tú eres un Dios escondido” (Is 45.15). Muchas veces nos sorprenden y escandalizan los pensamientos de Dios.
Samuel Almada, biblista argentino, en Estudio Exegético-Homilético 37, abril 2003, ISEDET, Bs As.
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