De barriletes y volantines…
“Al ver Jesús lo que estaban haciendo sus discípulos, se enojó con ellos y les dijo: «Dejen que los niños se acerquen a mí. No se lo impidan, porque el reino de Dios es de los que son como ellos.”
Marcos 10:14 (TLA)
En el mes de septiembre, el volantín o barrilete fue un clásico de mi infancia allende la cordillera. Lo solíamos fabricar con cañas finitas, que pegábamos con cola al papel de volantines, que venían de variados colores, provocando un sonido inconfundible cuando el viento lo empujaba y hacía volar. Y las formas eran de las más variadas, dependiendo del ingenio y la paciencia de los hacedores y hacedoras de estos pájaros coloridos, sostenidos por un carrete de hilo lo más extenso posible para que ganase altura.
Claro que era necesario buscar el viento y correr para que iniciara su vuelo, o bien elevarlo de a parejas, uno sosteniendo el volantín y otro tirando del hilo a contra viento, para que gestara su fantástico vuelo ascendente. Un juego casi indescriptible, dando hilo o enrollándolo en la maderita para tal fin. Volantín, espacio, tensión justa del hilo, dándole o recuperándolo, con la mirada fija a lo que ocurría allá arriba, no fuera que el ave colorida y voladora se derrumbase y se viniera a pique. Juego, fantasía, imaginación…
Eduardo Galeano nos trae este relato de aquello que ocurre en Santiago de Sacatepéquez, México:
“Volantines. Acaba la estación de las lluvias, el tiempo refresca, en las milpas el maíz ya se ofrece a la boca. Y los vecinos del pueblo de Santiago Sacatepéquez, artistas de las cometas, dan los toques finales a sus obras. Son todas diferentes, nacidas de muchas manos, las cometas más grandes y más bellas del mundo. Cuando amanece el Día de los Muertos, estos inmensos pájaros de plumas de papel se echan a volar y ondulan en el cielo, hasta que rompen las cuerdas que los atan y se pierden allá arriba. Aquí abajo, al pie de cada tumba, la gente cuenta a sus muertos los chismes y las novedades del pueblo. Los muertos no contestan. Ellos están gozando esa fiesta de colores que ocurre allá donde las cometas tienen la suerte de ser viento.”
Jugar es una de las dimensiones que todo ser humano realiza, ya que en él se conecta con el goce y el placer. Nos conectamos con Dios desde el disfrute, la emoción, la alegría, los afectos, en fin, desde este cuerpo del que Rubem Alves tan bellamente dice:
“nuestro cuerpo puede danzar al son de una música que pocos oyen, que nos viene del futuro, en alas de la imaginación y la esperanza”.
En el arte de jugar somos capaces de anticipar las primicias del mundo que se espera, anhela y sueña. Palabra que libera y juega provocando otras lógicas, que siempre serán denunciativas del mundo “adulto”, que se reviste de seriedad y hasta de crueldad en tantas ocasiones. Jugar placenteramente, reapropiándose de la fuerza de la creación y de la mutualidad, en prácticas que gestan nuevos escenarios y nos traen como humanidad al buen vivir, siendo como niños y niñas al decir del mismo Jesús, y siendo parte del Reino. El amor jamás dejará de existir para estos cuerpos mortales, pero un cuerpo que juega es convocado a vivir por la eternidad.
Te propongo, querido lector y querida lectora, que hospedes en tu corazón como oración este pensamiento del teólogo brasileño Rubem Alves:
“Cántanos, oh Dios, las canciones de la tierra prometida, sírvenos, en el desierto, el maná y concédenos la gracia de jugar y saltar en tus días de descanso, como expresión de confianza… Y que haya, en algún lugar, una comunidad de hombres, mujeres, viejos, niños y bebes de pecho que sea un primer fruto, un aperitivo, una caricia del futuro. Amén.”
Abrazo fraterno/sororal
Pastor Américo Jara Reyes
Obispo