Dar con alegría
Primera entrega
El mes de noviembre lo dedicaremos a la mayordomía cristiana, tal como la Iglesia Evangélica Metodista Argentina nos propone. Tomaremos algunos extractos del libro Breviario del Dador Alegre del Obispo Carlos T. Gattinoni.
Empezamos con un pasaje del Sermón del Monte, que nos lleva al corazón mismo del asunto y nos encara con la cuestión esencial. Ahí encontramos la categórica declaración de no poder el discípulo de Jesús servir a dos señores: No se puede servir a Dios y a las riquezas. Es que el Evangelio es un llamado a una definición, a un pronunciamiento claro respecto de a quién reconocemos como suprema autoridad. Por lo tanto, el problema se plantea como una disyuntiva entre cuyos términos hay que optar: Dios o las riquezas. Desde luego que no es ésta la única con que el llamado de Cristo nos encara: Dios o César, Dios o nuestros familiares, etc. En términos modernos se nos plantea el dilema entre Cristo y las ideologías.
Según Jesús, para el cristiano nada en el mundo tiene derecho a igualarse a Dios en autoridad. Esto de las ideologías es tema harto interesante y de dilatada extensión. Pero como no queremos alejarnos del nuestro, nos ceñimos a una ideología moderna (que no es tan moderna que digamos): la del dominio de las cosas. En esta sociedad de consumo en que vivimos, toda la propaganda nos presiona para que compremos más y más cosas y pretende hacernos sentir que sin ellas la vida carece de sentido y que la felicidad, por ende, nos elude definitivamente. Se ha aseverado que la nuestra es una época “cosista”. Cuando la fiebre por poseer cosas nos domina, el criterio con que administramos nuestros dineros, o en términos más amplios nuestros bienes materiales, es uno de autonomía. Nos ubicamos así en abierto conflicto con el llamado de Cristo: “Sígueme tú”. En efecto, el Evangelio es un llamado a reconocer que Jesucristo es el Señor. Estas palabras constituyeron sin duda una de las primeras confesiones de fe cristiana.
¿Qué significa declarar que Él es nuestro Señor? Que Él es la norma absoluta de todas las cosas, la autoridad suprema con nadie compartida y en nadie delegada; y que en consecuencia su voluntad nos marca el derrotero de nuestra vida. Como se ve, esto comporta un llamado al sacrificio, a la abnegación al reclamar de nosotros una plena consagración a su querer, cosa a la cual no estamos de primeras dispuestos a acceder. Más nos seduce el llamado a la autoafirmación y al autoengrandecimiento que nos hacen las riquezas. Está claro que ambas demandas son irreconciliables, excluyentes y nos obligan a optar.
Dicho de otro modo: Aquí nos vemos confrontados con una decisión última: Dios o qué, ha de ser lo supremo para nosotros. La invitación del Evangelio es a entregarnos en forma incondicional y absoluta al Señor. La relación con Dios, como posesión exclusiva suya, es totalitaria. “El cristiano no tiene tiempo libre para no ser cristiano, como no lo tenía el esclavo de antaño para sus cosas.” El siervo del Señor no tiene franco como para dejar de ser, aunque fuese por unas horas, siervo de Dios.
De ahí que el llamado de Cristo sea: “Deja aquello y sígueme”. “Aquello”, será cualquier cosa que pretenda usurpar una pizca de la autoridad soberana de Dios. Puesto que al joven rico lo estaban dominando sus posesiones, la invitación es a dejarlas. Cristo no vacila en exigir un desprendimiento doloroso para liberarnos de cuanto resulte esclavizante y darnos así una verdadera independencia de la tutela de las cosas, o de lo que fuere.”
Segunda entrega
Continuamos ofreciendo extractos del libro “Breviario del Dador Alegre” del Obispo Carlos T. Gattinoni.
“La experiencia cristiana de la conversión significa la crucifixión del hombre natural: es su abdicación al trono de su vida a favor de su legítimo dueño, Dios. De ahí en más, sabemos que cuanto somos y tenemos es de Dios y ha de ser conscientemente empleado y dirigido conforme a su soberana y santa voluntad.
Esto cala hondo en toda nuestra concepción de la propiedad. “¡La propiedad es mía!”, grita desaforadamente el individualista aferrado al sistema capitalista. “¡La propiedad es de la sociedad (o del Estado)!”, gritan con no menor vigor quienes reclaman una socialización de la economía. La Biblia dice otra cosa: “Del Señor es la tierra y su plenitud.” La tierra es de Dios. Nuestra feraz pampa húmeda, el ganado que engorda con sus pastos y pasea por sus praderas, las frutas de los valles y montes, las minas de nuestras montañas, las plantaciones de las diversas zonas, la riqueza de los ríos y de los mares, los yacimientos petrolíferos sean fiscales o no, todo, todo es del Señor. Es natural que tal doctrina disguste vivamente a los que se tienen por dueños absolutos de estas cosas y se horrorizan ante la idea de que hayan de serles quitadas para ponerlas al servicio de toda la humanidad.
Esta doctrina que llamamos la mayordomía, se desprende directamente de la que es cardinal de nuestra fe, a saber, que “Jesucristo es el Señor”. Son muchas las consecuencias que de ella se derivan en el campo de las finanzas. Tendremos ocasión, un poco más adelante, de ver algunas de ellas. Pero, entiéndase bien, que no se limita a la esfera de lo pecuniario, sino que abarca la totalidad de nuestro quehacer. Cuanto hagamos o digamos ha de estar enderezado a la gloria de Dios.”
“(…) Obrar con sentido de mayordomía significa efectuar lo que tenemos que hacer de la mejor manera que esté a nuestro alcance. Es más religiosa, más cristiana, la actitud del que hace su trabajo bien, aún cuando se llame ateo, que la del cristiano si lo hace mal. Si pertenecemos a Cristo le pertenecemos siempre. Se ha de ser de Él en toda circunstancia o en ninguna. No podemos separar nuestra vida en estancos en algunos de los cuales se reconoce el señorío de Cristo y en otros no. La vida es indivisa.
Todo esto tiene consecuencias de largo alcance: Decir: ”Jesús es el Señor”, es no sólo confesar nuestra fe, sino reconocer la responsabilidad que ella comporta, la cual invade todo el ámbito de nuestras relaciones humanas. “Convertirse a Dios como Padre, es convertirse al prójimo como hermano”.
No podemos encerrarnos en nuestro trabajo y en nuestros intereses materiales ignorantes, despreocupados, indiferentes en cuanto a los efectos que esa actividad nuestra tiene sobre el semejante. No podemos decir: “No es asunto mío”, por cuanto Jesús nos enseña que lo es, ya que somos guardas de nuestros hermanos. El sentido de mayordomía nos dará una nueva actitud hacia la vida, en la intimidad del hogar, y frente a las cuestiones sociales, actitud que no puede ir dictada por intereses de clase, o prejuicios de raza o nacionalidad, sino por el espíritu y ejemplo de Cristo. Una clara comprensión del alcance de todas estas cosas nos tornaría mucho más activos en santificar no sólo la vida personal, sino también la social.
Toda vez que en la práctica (cualquiera sea nuestra declaración teológica) se desconoce esta obligación de mayordomía, se ignora simultáneamente la soberanía de Dios: Nos alzamos contra el señorío de Jesucristo y contra la dirección del Espíritu Santo. La medida de nuestra resistencia a vivir en mayordomía, es la medida de nuestra resistencia a aceptar el señorío de Cristo sobre nuestro ser.
Hay cristianos a quienes parece costarles mucho creer de veras que todo cuanto tienen y son, a Dios pertenece.”