“Que no caiga la fe, que no caiga la esperanza”
«Pero el Señor me dijo: No digas que sólo eres un muchachito, porque harás todo lo que yo te mande hacer, y dirás todo lo que te ordene que digas. No temas delante de nadie, porque yo estoy contigo y te pondré a salvo.»
Jeremías 1:7-8
La vida misma y el llamado de Dios al profeta Jeremías, y sus mensajes y sufrimientos resuenan como llanto, como confesiones de amor y hasta como gritos en el libro de su nombre. Sabemos que vivió entre el siglo VII y VI a.C., que apoyó la reforma yahvista de Josías (640-609 aC) y que sufrió después, bajo los reyes Joaquín y Sedecías, la tragedia de las invasiones babilónicas. Sabemos que pidió paz en tiempos de la efervescencia guerrera que se les venía encima. Sabemos que rogó a los judíos que no se alzaran contra Babilonia, pero que nadie le hizo caso, que tuvo que enfrentarse con muchos enemigos, que sufrió persecuciones y que finalmente murió en el destierro forzado de Egipto.
La vida misma y el llamado de Dios a este joven profeta es, más que un libro, un grito de fe y de advertencia, de una profunda e intensa confesión personal y comunitaria, y estos dos versos nos ayudan a concentrarnos en su vocación y en su confianza en el Dios que lo había llamado.
Jeremías es llamado a una tarea más grande que él mismo, más grande que su pueblo, más grande que su siglo, pero la buena noticia es que no es solo él quien debe realizarla ni completarla. Es la misión de Dios, y Dios le proveerá las palabras para hablar. Es la misión de Dios, y Dios estará con él en medio de la lucha.
El testimonio de Jeremías, como el de la gran nube de testigos a lo largo de los siglos, nos enseña que, al fin, la vida que descubrimos al entregarnos para seguir el llamado de Dios es la vida que más vale la pena vivir. Transformarnos–como en la parábola del alfarero que dramatiza Jeremías–en las personas que Dios nos llama a ser, eso es lo que nos lleva hacia la plenitud de ser verdaderamente humanos.
Descubrimos este valioso testimonio en el llamado de Jeremías y en el ejercicio de su ministerio, un ejemplo de lo que significa vivir una vida con propósito y significado en un mundo caracterizado por la chatura y el individualismo.
Jeremías viene de una familia sacerdotal, por lo tanto tiene una sólida formación, ama a Dios y a su propio pueblo. No se improvisan los colaboradores en la misión de Dios. Jeremías conoce bien su contexto, pero teme enfrentar a los poderosos y al pueblo mismo, argumentando que no sabe hablar y que es un muchacho. Es bueno reconocer la falta de experiencia, es bueno reconocer nuestras limitaciones, pero eso nos sirve para reconocer que la misión y la fuerza son de Dios. Jeremías se resiste mucho al llamado de Dios, pero al final se rinde y lo expresa en palabras de enamorado: “Tú, Señor, me sedujiste, y yo me dejé seducir. Fuiste más fuerte que yo, y me venciste” (Jer 20. 7).
¿Qué aprender de Jeremías? Aunque Jeremías vivió hace más de 2600 años, nos deben sorprender las simetrías que encontramos entre su época y la nuestra. Jeremías también vivió en una época de crisis, marcada por los cambios y la inseguridad. Y en ese contexto de transformaciones nos relata sobre un Dios que sale a nuestro encuentro, que se preocupa y nos conoce desde antes de nacer.
Ante las necesidades de este tiempo –violencia, injusticia, degradación de la vida humana y ambiental y humana–descubrimos que nuestro mundo, nuestra historia necesita desesperadamente un mensaje de esperanza. Y este mensaje se encuentra en la Palabra viva de Dios, “la palabra está cerca de ti, en tu boca y en tu corazón” (Rom 10.8-10). Somos llamados y convocadas a una misión que ha de edificar y plantar. Dios también pone su palabra en boca de la iglesia y hemos de confiar que el mismísimo Dios nos capacita para proclamar eficazmente su palabra.
¿De dónde tomamos la fuerza para cumplir con la misión? Tenemos que afirmar que nuestra fortaleza está en la plena certeza de haber sido llamados y llamadas por Dios. Somos iglesias jóvenes, de menos de 200 años en la vida de nuestros pueblos, no tenemos toda la experiencia ardiente de los profetas ni la de las primeras comunidades cristianas después de su bautismo de Pentecostés. Pero si nos concentramos en la obediencia y en la dependencia de este Dios que nos convoca, podemos vivir con alegría lo que Dios nos pide, en la confianza de que Él nos acompaña y sostiene en la misión, librándonos de los adversarios y la adversidad.
Oramos por nuestra obediencia y confianza para hacer lo que Dios nos pide, y para “que no caiga la fe, que no caiga la esperanza” en cada una de nuestras comunidades de fe en el ejercicio de la misión a la que Dios nos está llamando.
¡Abrazo fraterno/sororal!
Pastor Américo Jara Reyes
Obispo
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