Recursos para la predicación

26 Dic 2022
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Recursos para la predicación 01 EneroEne 2023

Blanco


Mateo 25.31 46

Repaso exegético

En primer lugar, no debemos buscar una correspondencia alegórica a cada elemento de la parábola o ilustración, sino mirar la escena que nos pinta. Hay un personaje principal y dos grupos. Jesús viene en gloria rodeado de ángeles y separa a las naciones en dos grupos, uno a su derecha y otro a su izquierda, como el pastor separaba de noche su rebaño de cabras y ovejas. Se lo llama el Hijo de Hombre o Humano, una figura tomada de Daniel. También es rey y juez, quien da o niega la entrada al reino de su Padre. El criterio de aceptación o rechazo es un criterio que podríamos llamar ético: quienes sirvieron a los segmentos más miserables de la sociedad son aceptados y aceptadas.

La pregunta de ambos grupos, “¿cuándo...?” indica la ignorancia, en todos los casos, de encontrarse a Jesús en sus hermanitos y hermanitas. Quienes sirvieron con misericordia, entonces, lo hicieron por causa de la necesidad que vieron en su prójimo, no para ganar ningún favor divino y quienes no lo hicieron creyeron que solamente pasaban al lado de alguien que, cual el último siervo de la parábola anterior, había caído fuera del sistema financiero, por propia voluntad o por “pereza”.

Se discute mucho si estos miserables son los cristianos, varones y mujeres, pues el término “pequeños” se usa en el Evangelio para éstos. Creemos, sin embargo, que no podemos hacer tal separación, justamente porque quienes sirven a sus hermanitos/as lo hacen sin conciencia de estar sirviendo al Señor que los/as envía.

Notamos que en la intención mateana son las naciones paganas y no Israel o la Iglesia las que son juzgadas sobre esta base. Pero aplicando un principio básico de la exégesis rabínica, decimos ¡cuánto más los cristianos y cristianas! Si quienes no conocen a Jesús pueden hacer obras de misericordia para con los pequeños y pequeñas de su sociedad, ¡cuánto más quienes conocemos a Jesús! No tenemos excusa.

Reflexiones finales camino a la predicación

Los textos de este mes corresponden al último discurso de Jesús antes de su pasión, muerte y resurrección. Concéntricamente se corresponden con el primer discurso, el sermón del monte. En ambos es clara la opción de Jesús y de sus seguidores y seguidoras por las personas más pequeñas, débiles, pobres de la comunidad, a quienes llama bienaventurados y bienaventuradas, hermanitos y hermanitas. No hay lado de enfrente del cual ponernos, porque estamos en general entre los pobres del mundo, por opción evangélica o por avatares del destino; la mayoría de nosotras vivimos en un continente donde sobran la pobreza y la exclusión y si no servimos por encontrarnos con Jesús lo hacemos porque sabemos que hay millones de hermanos de la tierra que si no morirán de hambre o de enfermedad. Servimos porque somos solidarios y porque hemos recibido de Dios mucho más de lo que podemos siquiera enumerar.

Mercedes García Bachmann, biblista luterana argentina, IELU. Estudio Exegético-Homilético 33, ISEDET, noviembre 2002.


Introducción al Eclesiastés

El contexto histórico

Cuando el maestro de sabiduría conocido como Qohélet impartía su enseñanza en algún lugar de Palestina, el pueblo judío llevaba más de cuatrocientos años bajo el yugo de un  imperio tras otro. Sus tradiciones culturales y religiosas les recordaban las poderosas acciones de Dios que los habían liberado de la esclavitud en Egipto, la marcha por el desierto hasta llegar a la tierra prometida, y una etapa de vida independiente en la zona montañosa de Palestina, conducida por sus “libertadores” (los shofetîm, término deficientemente traducido por “jueces”) y por sus “profetas (los nebi’him, como, Débora y Samuel.

Después de aquella etapa inicial, ante la amenaza filistea, los israelitas construyeron un reino popular propio, encabezado por David, el “ungido” o mashíaj de Yavé, el Dios de Israel. Tales experiencias hicieron de Israel un pueblo amante de su libertad y lo impulsaron a mantener y extender su propio territorio. Pero esa libertad se vio comprometida por la expansión de poderosos imperios como Asiria y Babilonia, que los sometieron a su dominio y les impusieron pesados tributos.

El punto más crítico de esta historia fue la deportación a Babilonia y la dura prueba del exilio. Sin embargo, el pueblo logró sobrevivir a la prueba y ser el propio agente de su propia restauración, cuando el régimen imperial persa, como lo atestiguan los libros de Esdras y Nehemías, favoreció el retorno de algunos exiliados a Jerusalén y patrocinó la formación al sur de Palestina de un Estado teocrático, reunido alrededor del templo y liderado por el sumo sacerdote. De acuerdo con su política imperial, los persas se esforzaron por mantener en el poder a las elites locales y alentaron  el cultivo de tradiciones legales autóctonas. Así se inició en la provincia de Yehud (Judea) un largo proceso de reflexión teológico-jurídica, que culminó con la redacción de la Torá, de los Profetas y de otros Escritos, conforma a la tradición reinterpretada por la ideología del Estado teocrático.

Eb el s. IV aC, la sustitución del imperio persa por los reinos occidentales “helenistas” produjo otra grave crisis en el pueblo judío. A los escribas que registraron las visiones contenidas en el libro de Daniel, el imperio helenista fundado por Alejandro Magno les pareció el más corrupto de todos sus predecesores en el poder. “Y vi… una cuarta bestia, terrible, espantosa y excesivamente fuerte. Tenía enormes dientes de hierro; comía, trituraba y pisoteaba las sobras con sus patas. Era distinta de todas las bestias anteriores (Dn 7.7).

Como lo habían hecho antes los asirios, los babilonios y los persas, el imperio “griego” impuso pesados tributos a los pueblos sometidos. Pero sus ambiciones iban más allá del mero sometimiento político-económico, y se mostraron empeñados en difundir también sus costumbres y sus formas culturales. Como consecuencia de tales imposiciones, muchas aristocracias nativas adoptaron la lengua griega e instituyeron ciudades-estado de acuerdo con el modelo de la polis griega.

En Judea, la crisis se agudizó cuando el rey Antíoco IV Epífanes intentó transformar por la fuerza el estado-templo de Jerusalén en una ciudad-estado al estilo griego. Algunos judíos se sometieron de buen grado a la política cultural del monarca, pero muchos otros, capitaneados por la familia sacerdotal de los Asmoneos, se mantuvieron fieles a las tradiciones e iniciaron la llamada “rebelión de los Macabeos”. La lucha fue larga y sangrienta, pero al fin todo terminó en una tregua que permitió a los Asmoneos constituir un estado independiente y asumir incluso el título de “reyes”, a pesar de no pertenecer a la dinastía davídica. Por una parte, la revuelta reavivó en el espíritu de buena parte del pueblo la indómita voluntad de vivir como un pueblo libre; por otra, los líderes Asmoneos debieron proceder con  el necesario realismo y trataron de consolidar su poder mediante alianzas internacionales y compromisos con el régimen imperial romano, que al fin terminaría por someterlos a un nuevo yugo.

Es imposible que el sabio Qohélet haya vivido todas las etapas de esta historia. Pero conoció sin duda la irrupción del imperio griego y no fue ajeno al profundo cambio cultural que se produjo en la época helenística. En sus reflexiones se percibe una cierta influencia del pensamiento griego y una atmósfera intelectual ampliamente difundida por los conquistadores griegos.

Qohélet escribe en un hebreo tardío, influido por el arameo que toma a veces alguna expresión persa. Por tanto, se supone que el libro apareció en Palestina después del dominio persa, pero algunos años antes de la guerra de los Macabeos, a mediados o a fines del s. III aC.

El autor y su obra

El libro de Qohélet –designado habitualmente con el nombre de Eclesiastés– es la instrucción de un anciano y experimentado maestro, que en el encabezamiento del libro es presentado como hijo de David, rey en Jerusalén (1.1). Esta presentación no debe llamar la atención, ya que era un hecho habitual en Israel atribuir los escritos sapienciales a la autoría de Salomón, considerado tradicionalmente como el sabio por excelencia (Prov 1.1; 10.1; 25.1; Sab 7.1; cf 1 Re 3.9; 5.9-14; 10.1-9). Lo que sí llaman la atención son las enseñanzas contenidas en este pequeño libro, que en muy pocas páginas encierra un considerable número de enigmas.

En un lenguaje extremadamente sugestivo, que por momentos adquiere un vuelo poético admirable, Qohélet habla de la existencia humana y de las limitaciones con que tropieza a cada paso, hasta que llega el inevitable día de la muerte: Dulce es la luz y es bueno para los ojos ver la luz del sol. Si un hombre vive muchos años, que disfrute de todos ellos, pero recuerde que serán muchos los días sombríos y que todo lo que sucede es vanidad… Alégrate muchacho mientras eres joven, y que tu corazón sea feliz en tus años juveniles… Aparta de tu corazón la tristeza y aleja de tu carne el dolor, porque la juventud y la aurora de la vida pasan fugazmente (11.7-10), Acuérdate de Dios en los días de tu juventud, antes que lleguen los días penosos… Sí, acuérdate de él antes que se corte la hebra de plata y se quiebre la ampolla de oro, antes de que se haga pedazos el cántaro en la fuente y se rompa la cuerda del aljibe… (12.1,6).

Un pensamiento lleno de tensiones

Los pasajes que aportan una visión positiva de la vida y de los que es “bueno” para los seres humanos no aparecen con tanta frecuencia como los que insisten en los aspectos negativos. De hecho, la expresión positiva más frecuente es “alegrarse”, que aparece 15 veces, mientras que “muerte” y “fatiga” se encuentran 15 y 31 veces, respectivamente. Por otra parte como las invitaciones a disfrutar de la vida se destacan mucho menos en la globalidad del texto, cabría pensar en un amplio predominio de los momentos amargos sobre los alegres y dichosos. Sin embargo, Qohélet considera necesario rescatar todo lo “bueno” que nos ofrece la vida, y lo bueno no es algo excepcional y extraordinario, sino que se encuentra en lo cotidiano (como la comida, la bebida y el trabajo), siempre y cuando se tengan los ojos abiertos para saber descubrirlo.

La incognoscible obra de Dios en el mundo

A pesar de todo, Qohélet se aferra desesperadamente al “temor de Dios” (5.6, cf 3.14). Dios regala la vida y la quita (5.17; 12.1, 7), manda la alegría y la tribulación, la felicidad y la desgracia (2.24-25; 3.10; 6.2; 7.14). Es verdad, asimismo, que Dios todo lo hizo bien, pero el hombre no puede escudriñar la obra que él realiza en el mundo, desde el principio hasta el fin, ni la correspondencia entre la acción y sus consecuencias (3.11; 8.17; cf 7.29; 5.1), ni cambiar ni siquiera un ápice de lo que Dios determina y hace (3.4; 6.10; 7.13). El ser humano no conoce ni su presente (3.1; 9.1) ni su futuro (8.7; 9.12; 10.14).

Eclesiastés 3.1-13

El momento oportuno. Eclesiastés 3.1-8.

El árbol “da fruto a su tiempo” (Sal 1.3), “la cigüeña, en el cielo, conoce sus estaciones” y “la tórtola, la golondrina y la grulla tiene en cuenta el tiempo de sus migraciones” (Jr 8.7)… Es natural, entonces, que Qohélet haya generalizado esta experiencia y la haya resumido con admirable concisión: Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol (v 1).

En esta sentencia, “tiempo” y “momento” constituyen el “entorno temporal” que determina y condiciona desde el principio y hasta el fin la génesis y el desarrollo de las acciones humanas. Como en una partitura musical no solo se indican las notas que debe tocar cada instrumento, sino también el instante preciso en que debe sonar cada nota, así también los hechos del mundo tienen su lugar y su tiempo. Por eso es decisivo que toda empresa humana suceda a su debido tiempo.

La asociación en hebreo de términos antitéticos (como nacer y morir, reír y llorar, guerra y paz) sugiere la idea de dos polos extremos, de momentos distintos que se excluyen recíprocamente. La serie de dos acciones contrarias, una constructiva y la otra destructiva, indica además que al autor le interesa la polaridad y no solo la oportunidad de cada acción, como queriendo indicar que todas las actividades humanas chocan siempre con un obstáculo o contratiempo que les impide dar todos los resultados que se esperan de ellas.

La primera oposición concierne al nacimiento (o más precisamente a la acción de engendrar) y a la muerte. Así como existe un momento favorable para comunicar la vida, también llega a su debido tiempo la realidad ineluctable de la muerte. El verbo “matar”, en el AT, abarca un conjunto de significados que van desde la destrucción de un objeto hasta el asesinato. Obviamente, Qohélet no aprueba el homicidio, sino que lo presenta simplemente como un hecho lamentable que forma parte de la vida. A continuación, en paralelismo con “matar” y “sanar”, se establece la antítesis entre “demoler” y “edificar”.

Esta serie de pares opuestos pone bien de manifiesto que la trayectoria de la vida humana se desarrolla inexorablemente en el curso del tiempo y que a los seres humanos se les ofrece un número limitado de acciones posibles: nacer y morir, amar y odiar, trabajar y descansar, abrazarse y volver a separarse. Cada cosa tiene su tiempo, una sucede a la otra con ritmos y periodicidades ineluctables, y en muchos casos sobrevienen pérdidas irreparables (v 6). La enumeración no es completa; en la vida real, los hechos pasan sin la precisión y el orden enumerados en el poema. Pero esas y no muchas más son las tareas que los seres humanos realizan en los contados días de su vida.

La monótona enumeración de acciones contraías podría hacer pensar que toda realidad humana está sometida a un total determinismo. Pero el carácter más bien genérico de las acciones menci0onadas (demoler, lamentarse, buscar, guardar, callar, amar) indica que hay muchas maneras de realizarlas según las circunstancias y que cada ejecución concreta supone un cierto margen de libertad. Algunas de estas acciones son objeto de una elección personal, afortunada o desafortunada. Otros sucesos se presentan imprevistamente, sin previo aviso y sin que se puedan prever sus consecuencias. Toda vida empieza y se acaba. Hay un tiempo para odiar y otro para amar, un tiempo de guerra y otro de paz. Qohélet enumera las acciones sin juzgarlas buenas o malas: simplemente son así.

A los seres humanos no les cabe otra alternativa que someterse a ese ritmo de idas y vueltas, semejante a la ley de los vientos que vienen y van, de los ríos que corren hacia el mar y del sol que sale y llega a su ocaso. En algún sentido, hay cierta continuidad entre este marco temporal y las ideas expresadas en el cuadro inaugural sobre los ciclos de la naturaleza (1.4-7). La diferencias está en que ahora se pasa de la naturaleza a la historia.

Cada una de las acciones enumeradas por Qohélet parece tener un sentido en sí misma, porque no hay cómo explicar el encadenamiento de esas acciones contrapuestas, repetidas sin cesar en cada vida y en el historia. Más aún, la risa y el llanto, el amor y el odio, la guerra y la paz no se dan nunca en estado puro, con fronteras bien delimitadas, al contrario, Qohélet piensa más bien que en la vida hay más momentos malos que buenos y que aún los buenos llevan dentro de sí un gusano roedor, coincidiendo en este punto con Prov 14.13: También entre rosas sufre el corazón, y al fin la alegría termina en pesar.

La incomprensibilidad de la obra de Dios. 3.9-15

La presencia en la vida de momentos buenos y malos está en las manos de un Dios, que  no da cuenta a nadie de su modo de actuar. De ahí el deseo humano de comprender la ilación de tantas acciones deshilvanadas, es decir, de entender el sentido de la historia, o, en palabras de Qohélet, de la obra que hace Dios desde el principio hasta el fin (3.11). Sin embargo, él insiste una y otra vez en la imposibilidad de satisfacer ese anhelo (1.17-18; 8.16-17). Lo único que podemos saber de Dios es la existencia de su acción en el mundo. El porqué y el cómo de esa acción divina permanecen en el ámbito del misterio, ya que Dios, en la opinión de Qohélet, no ha querido revelarlos. Precisamente en esta imposibilidad radica el drama de la sabiduría: por más que el sabio se esfuerce en descubrir; y aunque diga que conoce, nunca llegará a comprender plenamente la obra que Dios realiza bajo el sol (8.17).

De Dios en sí mismo no es posible decir casi nada. Su trascendencia es infinita, y ninguna ciencia humana conseguirá salvar la distancia entre lo que Dios realiza y lo que el ser humano es capaz de comprender. Todo lo que está iluminado por el sol pertenece al orden de la vanidad; Dios, por el contrario, está más allá del sol, en una altura insondable. Qohélet nos dice  en qué consiste la obra del ser humano, pero calla ante la obra de Dios, a no ser cuando afirma que ella sobrepasa todo entendimiento humano. Esta inescrutable trascendencia, por demás evidente pero al mismo tiempo desconcertante para los criterios puramente humanos, se manifiesta, sobre todo, cuando las decisiones divinas nos parecen contrarias a lo razonable, justo o bueno.

La profunda desazón que provoca esta imposibilidad se explica en el v 11; Dios ha puesto en el corazón humano una realidad misteriosa, que Qohélet designa con la palabra hebrea ‘olâm, un término bastante enigmático en este contexto, pero que tiene sin duda un sentido temporal. Algunos intérpretes lo traducen por “eternidad”, pero parecería más conforme con el pensamiento hebreo entenderlo del tiempo que se extiende indefinidamente hacia el pasado y el futuro. Olâm es entonces el marco temporal de la obra de Dios, considerada en la totalidad de su desarrollo histórico, desde el principio hasta el fin. Todo lo que Dios hace es bello; no hay que añadirle ni quitarle nada, y en lo más profundo del corazón humano se mantiene el inextinguible deseo de conocer el orden de la creación establecido por Dios. Pero la obra que Dios realiza “bajo el sol” pierde para Qohélet la transparencia que tenía para los antiguos profetas y sabios, y pasa a ser un enigma que ninguna sabiduría humana puede descifrar. De ahí la profunda desazón que produce la penosa tarea que Dios impuso a los hombres para que se ocupen de ella (v 10).

A pesar de todo, ya hemos visto que esta insuperable limitación no deja al ser humano completamente desvalido. Por eso Qohélet se vuelve una vez más al otro polo de la condición humana: la necesidad de comer, beber y disfrutar de su trabajo (v 13) y la posibilidad de encontrar en esas satisfacciones cotidianas un cierto bienestar y un atisbo de felicidad. Tal alegría es sin duda limitada y fugaz, pero hay que recibirla y gozarla como un auténtico don de Dios.

Armando J Levoratti, biblista católico argentino,1933-2016, Eclesiastés o Qohélet, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Verbo Divino, Navarra, España, 2007. Extracto y resumen GBH.


Apocalipsis 21.1-6

Estudio exegético

Los capítulos finales del Apocalipsis forman parte de la visión reveladora de la realidad más profunda, cuya manifestación total aguardamos. Esto se da en juego de oposición a la visión reveladora del presente de la Iglesia, en las cartas de 2-3. El presente de la Iglesia es descrito con sus ambigüedades, con lo que ha de permanecer como testimonio, y con lo que debe corregirse y desaparecerá por corrupto. En cambio, el mundo, en su estado presente y regido por la bestia (cap. 13) está condenado a desaparecer. En la nueva creación esta distinción entre iglesia y mundo ya no se mantiene. El mundo condenado ha pasado (v. 1a) y todo pueblo es pueblo de Dios (v. 3). No es que todo sea Iglesia; de hecho, una nueva Jerusalén no tiene templo (v. 22). La función de la Iglesia como testimonio del señorío del Cordero y contenedora del dolor ya no es necesaria. Veamos algunos detalles:

V. 1: Se produce una ruptura con la primera creación (si bien en otros pasajes en estos capítulos finales aparecen ciertas marcas de continuidad). No es que se renueva la vieja creación. Hay una segunda creación que abarca tanto la morada divina como la humana (cielo y tierra). La ruptura con el tiempo y la historia en tanto conocidos es total (pasaron, ya fueron). Curiosamente no aparece la idea de kósmos (totalidad, unidad) incorporada por la influencia helénica, sino que perdura una distinción entre cielo y tierra (Génesis), utilizados aquí en su oposición topográfica. Esta oposición adquirirá significado en el v. 2. Pero el visionario no presencia el hecho creacional, sino su resultado. Emplazado en el presente ve el resultado futuro de la acción de Dios, pero no el cómo.

El mar no existe ya más. Comienza la lista de cosas que no existen en la nueva creación y ciudad. Mar, muerte, lamento/dolor/fatiga (v.4), templo (v. 22), sol y luna (v. 23) noche (25 y 22.5), maldición (22.3). El mar representa el espacio de donde surge la amenaza (cap. 13), lo caótico e ingobernable. Es espacio de la muerte (20.13). Esta creación nueva deja fuera el espacio caótico. Marca una diferencia conceptual con la pasada creación, que se construyó sobre el caos acuático (Gén 1.2).

V. 2: Hay diferentes alternativas de traducción en este versículo. Puede ser: la ciudad santa, una Jerusalén nueva; o, dos, la ciudad, la santa Jerusalén nueva; o una tercera: la Jerusalén nueva, la ciudad santa. Las tres traducciones son válidas, aunque representan distintos matices. Por razones exegéticas preferimos la primera. Una nueva Jerusalén es parte de una nueva creación, y no la renovación de la antigua, ya condenada e históricamente destruida al momento de escribirse Apoc.

Descender del cielo: una nueva Jerusalén desciende del nuevo cielo, de la nueva morada divina (desciende desde Dios). No es una ciudad creada por los humanos, sino que es conformada en el espacio divino y dada por Dios a los hombres para habitar. La presencia divina en la nueva creación no anula la distinción. Si en la primera creación el espacio creado por Dios para que habitemos los humanos es rural (un huerto) y las ciudades creadas por un fratricida (Gén 4.17), en Apoc se propone un “Edén urbano”.

Preparada como una novia embellecida...: La figura remonta al tema de las bodas del Cordero. Pero la novia no es la Iglesia, es la ciudad, el espacio habitable para los humanos todos. La palabra kósmos aparece acá en la “cosmética de la novia”.

V. 3: la ciudad es la tienda de Dios entre los hombres. No es el tabernáculo sagrado como espacio de la presencia divina. Es el lugar donde Dios acampa cuando está entre los humanos (cf. Jn 1.14). La presencia simbólica se hace presencia real. Ellos serán pueblo común --no “ciudadanos” ni “pueblo institucionalizado”-- de Dios, es decir, no hay gobierno fuera del divino.

V. 4: Este pueblo aún conserva lágrimas que serán enjugadas. Pero la fórmula “no existe ya más”, aplicada por un lado a la muerte y por otro a los componentes de la opresión (cf. Éx 3.7) ha eliminado los motivos de esas lágrimas como parte de lo que ha sido y nunca más será. Pero además brinda la más llamativa imagen de la ternura de Dios. El Dios que acaba de triunfar sobre el mal, de redimir y recrear lo existente en su majestad, no sale ahora en carro triunfal para recibir la aclamación de su pueblo, al modo de los Emperadores, sino que, como una madre consoladora, sienta sobre su falda a sus hijos e hijas y les seca las lágrimas de los ojos, los consuela con palabras de aliento. “... ya no llores, no hay más dolor, no hay más clamor...” y agregando lo que solo Dios puede decir, “...ya no hay más muerte”. Esta imagen de Dios, la de su paciente cariño de madre o de abuelo que sienta sobre sus rodillas al niño lastimado para consolarlo, restañarle sus heridas, alentarlo a la alegría, es la imagen que perdura, la que nos ofrece el Apocalipsis como la imagen final del Dios triunfante. Sin guardaespaldas ni secretarios, sin corte burocrática ni séquito de elegidos, Dios se pasea entre su pueblo, al que ha redimido y consolado. Es esta imagen la del todopoderoso. El poder del amor se muestra en lo que es: no solamente en su potestad para enfrentar y destruir el mal, sino fundamentalmente como poder creador y poder humilde del amor. Lo que es el Cordero, es el Dios vencedor de la nueva Jerusalén.

V. 5: El escenario vuelve al lugar del visionario. La figura del que está sentado en el trono se identifica con Dios por el hacer nuevas todas las cosas. El mandato de escribir aparece como certidumbre de la fidelidad. “escribe, para que quede testimonio y pueda comprobarse”.

Comentario homilético

¿Es posible predicar sobre este texto sin caer en un dualismo “presente/futuro”, o “si sufrimos acá, reinaremos allá...”? El texto sin duda, por el contexto en el cuál fue escrito, no ve otra salida al sufrimiento que la irrupción definitiva de lo nuevo, haciendo obsoleto lo pasado. El texto aparece como certidumbre y consuelo para situaciones de duelo y opresión, pero un consuelo que se difiere a la irrupción de lo nuevo. ¿Cómo puede proclamarse esto sin caer en una religiosidad evasiva? ¿Cómo mantener la “promesa” sin que absorba o anule la historia presente?

Una de las funciones del Apocalipsis es dar consuelo y sostén para perseverar en la fe. En ese sentido es una opción vitalista en medio de un determinismo de la muerte. La continuidad entre esta historia y la nueva creación la brinda el amor de Dios. El mismo amor que hoy Dios tiene por los humanos es el que se manifiesta pleno en este texto. Una posibilidad homilética, entonces, es tomar este texto como revelación (Apocalipsis) de la voluntad vital de Dios. Este texto muestra lo que Dios quiere para los humanos siempre. Tanto lo quiere que, consumado el juicio sobre una creación que ha sido inundada por lo caótico, rehace la vida en la plenitud del amor. Muestra cómo es el Dios en el que confiamos, y que en Cristo nos ha dejado muestras de la presencia de ese amor para alentarnos hasta su consumación.

Néstor Míguez, biblista metodista argentino en Estudio Exegético-Homilético 50, mayo 2004, ISEDET, Buenos Aires.


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